miércoles, 7 de septiembre de 2016

Diccionario Mitológico A

                                   
                                                                               
AAR (AARU)
Nom­bre de los Cam­pos Elíseos en la mi­tología egip­cia. Cir­cun­da­do por una mu­ral­la de hi­er­ro, que fran­que­aban varias puer­tas, y bor­dea­do por un río, el Aar acogía las al­mas de los elegi­dos; es­tos se ded­ica­ban a tra­ba­jos agrí­co­las y así obtenían mag­ní­fi­cas cosechas.

ABEONA
Di­vinidad ro­mana que pro­tegía al que partía (del latín abire, «par­tir»). Era ven­er­ada jun­to con Adeona, quien, por su parte, pro­tegía al que lle­ga­ba (del latín adire, «lle­gar, aprox­imarse»).

ACA LAR­EN­TIA
An­tigua di­vinidad ro­mana. La leyen­da nar­ra que fue una het­aira da­da por Hér­cules co­mo es­posa al ri­co etr­usco Taru­tius. De él heredó fab­ulosas riquezas que el­la, al morir, legó al pueblo ro­mano. Per­son­ificó la Madre Tier­ra (Gea); a su cul­to es­ta­ban des­ti­nadas las Larentalia, fi­es­tas que se cel­ebra­ban el vein­titrés de di­ciem­bre, día del sol­sti­cio de in­vier­no, para de­sear al sue­lo, en cuyo seno se encier­ran las simientes, un tran­qui­lo re­poso in­ver­nal y un ex­uber­ante des­per­tar al lle­gar el equinoc­cio de pri­mav­era. Sin em­bar­go, al­gunos au­tores no ad­miten que fuese una di­vinidad, sino só­lo un per­son­aje recor­da­do con agradec­imien­to por los ro­manos y que las Larentalia habían si­do in­sti­tu­idas para hon­rar a la diosa sabi­na Larenta. Más tarde, el nom­bre de Aca Lar­en­tia se dio a la es­posa del pas­tor Fáus­tu­lo; el­la, apo­da­da Lo­ba, educó a Ró­mu­lo y Re­mo.

ACAS­TO
Rey de Yol­co, uno de los Arg­onau­tas. In­duci­do por su es­posa Asti­damía a matar a Peleo, de quien el­la se había en­am­ora­do sin ser cor­re­spon­di­da, aban­donó al joven de­sar­ma­do en el monte Pelión en medio de los fe­ro­ces Cen­tau­ros. Pero Peleo se salvó con la ayu­da de Her­mes, que le tra­jo una poderosa es­pa­da, y, tras re­gre­sar a Yol­co para ven­garse, mató a Acas­to y a su es­posa.

ACIS
Joven pas­tor de gran belleza, hi­jo de Fauno y prometi­do de Galatea, una de las Nerei­das. Lo mató por ce­los el cí­clope Po­lifemo, en­am­ora­do de Galatea, el cual ar­ro­jó con­tra él una enorme piedra. La san­gre de Acis fue trans­for­ma­da por los dios­es, api­ada­dos ante el llan­to de­ses­per­ado de Galatea, en las limpias aguas de un río al que dio nom­bre.

ACRISIO
Poderoso rey de Ar­gos, padre de Dá­nae. Ha­bi­en­do sabido por el orácu­lo que su hi­ja daría a luz a un ni­eto que lo de­stronaría y mataría, encer­ró a Dá­nae en una cav­er­na sub­ter­ránea, para que ningún hom­bre la pud­iese ver ni pedir su mano. A pe­sar de el­lo, Zeus pen­etró en for­ma de llu­via de oro y nació Perseo. La pro­fecía se cumplió. Acrisio murió in­vol­un­tari­amente a manos de su ni­eto du­rante una com­peti­ción atléti­ca. Al lan­zar el dis­co, este se es­capó de la mano de Perseo y golpeó al rey en la cabeza, causán­dole la muerte.

ACTEÓN
Hi­jo de Aris­teo y de Autó­noe, Acteón era el mejor cazador de su tiem­po. Ed­uca­do por el cen­tau­ro Quirón, recor­ría con una jau­ría de cin­cuen­ta per­ros las fal­das del monte Citerón, cazan­do cier­vos, gamos y ja­balíes. Sin em­bar­go, un triste des­ti­no aguard­aba al valeroso joven. Un día llegó sin saber­lo has­ta un valle con­sagra­do a Ártemis. Co­mo era el mes de agos­to, la diosa se había re­ti­ra­do a un lu­gar soli­tario para bañarse en la fuente Parte­nia. Rodea­da por las nin­fas que la atendían, Ártemis es­ta­ba sumergi­da desnu­da en el agua trans­par­ente cuan­do, de pron­to, apare­ció el in­cau­to Acteón. Fue grande el trastorno de las nin­fas, que lan­zaron gri­tos de es­pan­to, pero fue ter­ri­ble so­bre to­do la ira de la vir­gen, aver­gon­za­da de mostrarse sin ropa ante un hom­bre y, más aún, ante un mor­tal. La diosa no pu­do ful­mi­nar a Acteón con una de sus flechas, pero salpicó al temer­ario con unas go­tas de agua y, al mo­men­to, el joven se trans­for­mó en un cier­vo, aunque con­servó la razón hu­mana. Huyó a través de los bosques, pero los per­ros de su jau­ría lo de­scubrieron y, sin re­cono­cer en el an­imal a su an­tiguo dueño, lo per­sigu­ieron y, al al­can­zar­lo, lo de­spedazaron, de­jan­do en el sue­lo tan só­lo de­spo­jos en­san­grenta­dos. Así se cumplió la ven­gan­za de la sev­era Ártemis. Los restos ir­recono­ci­bles del cazador trans­for­ma­do en cier­vo quedaron in­sepul­tos, por lo que el páli­do es­pec­tro comen­zó a va­gar por las mon­tañas cir­cun­dantes, has­ta que un día los habi­tantes del lu­gar re­cur­rieron al orácu­lo, que les in­for­mó de que de­bían bus­car y en­ter­rar los restos del cazador muer­to y eri­girle una es­tat­ua de bronce, que tenía que es­tar colo­ca­da en lo al­to de una ro­ca.
La leyen­da de Acteón no tardó en in­spi­rar a los artis­tas grie­gos. Una rep­re­sentación de su aven­tu­ra fue es­culp­ida so­bre las metopas del tem­plo de Hera en Seli­nunte; tam­bién hay rep­re­senta­ciones en al­gunos va­sos y en los fres­cos de Pom­peya.

AD­ME­TO
Rey de Feres, en Tesalia. Tomó parte en la ex­pe­di­ción de los Arg­onau­tas y en la caza del ja­balí de Calidón. Se le conocía por su re­li­giosi­dad, jus­ti­cia y hos­pi­tal­idad. Cuan­do Apo­lo tu­vo que vivir dester­ra­do del Olimpo por haber mata­do a los Cí­clopes, es­cogió la corte de Ad­me­to y, du­rante un año, cuidó los re­baños del rey. En­tre el dios y su an­fitrión nacieron es­tre­chos la­zos de amis­tad. Apo­lo hi­zo que pros­perasen el gana­do y las propiedades de Ad­me­to, y le ayudó a re­alizar la em­pre­sa que Pelias, rey de Yol­cos y padre de Al­ces­te, su fu­tu­ra es­posa (la más div­ina de las mu­jeres, co­mo la lla­ma Home­ro), le ex­igía antes de dar su au­tor­ización para las nup­cias. Tu­vo que unir ba­jo el mis­mo yu­go un ja­balí y un león. Habién­do­lo lo­gra­do, se cel­ebraron las nup­cias y, du­rante el ban­quete, las Moiras (Par­cas), apla­cadas por el vi­no, prometieron a Apo­lo, que lo so­lic­ita­ba con in­sis­ten­cia, que con­ser­varían la vi­da a Ad­me­to, con la condi­ción de que otra per­sona es­tu­viese dis­pues­ta a de­scen­der al Hades en su lu­gar. Al lle­gar el mo­men­to, ni el padre ni la madre del rey, a pe­sar de ser an­cianos, se ofrecieron a sac­ri­fi­carse por su hi­jo, pero Al­ces­te, su fiel es­posa, aunque to­davía joven y madre amante de dos hi­jos, no vac­iló en hac­er­lo. Sin em­bar­go, Per­sé­fone, con­movi­da y ad­mi­ra­da ante tan­ta gen­erosi­dad, la en­vió de nue­vo jun­to a su mari­do. Según otra leyen­da, fue Her­acles quien, en­con­trán­dose en el pala­cio, luchó fu­riosa­mente con­tra Thanatos (la Muerte), lo­gran­do ar­rebatar­le su víc­ti­ma.
El del­ica­do episo­dio de Ad­me­to y Al­ces­te sirvió de tema a las trage­dias de Eu­rípi­des, Racine y Al­fieri.

ADO­NIS
Según una an­tigua leyen­da, nació de los amores in­ces­tu­osos en­tre Mir­ra o Esmir­na con su padre, Tías, rey de Siria, o en­tre Mir­ra con su padre, Cíni­ras, rey de Chipre. Según otra leyen­da, fue hi­jo de Fénix y de Alfe­si­bea o del rey Agenor. Era un joven de ex­traor­di­nar­ia belleza y la propia Afrodi­ta se en­am­oró de él. Lo con­fió a Per­sé­fone para que lo ed­ucase, sec­re­ta­mente, en­tre las som­bras de los In­fier­nos, pero la diosa de los muer­tos no fue in­sen­si­ble al atrac­ti­vo del ado­les­cente: tam­bién se en­am­oró de él y no quiso de­volvérse­lo a Afrodi­ta. In­ter­vi­no Zeus, el cual de­cidió que Ado­nis viviese una ter­cera parte del año so­lo, otra ter­cera con Afrodi­ta y la restante con Per­sé­fone. Pero Ado­nis pasó dos ter­ceras partes del año con Afrodi­ta, provo­can­do los ce­los de Ares, que ar­ro­jó con­tra él, du­rante una cac­ería, un ja­balí que lo hir­ió mor­tal­mente. Afrodi­ta lo trans­for­mó en ané­mona. La ale­goría del mi­to es muy clara: Ado­nis, con sus re­tornos a la tier­ra, rep­re­sen­ta la nat­uraleza que flo­rece con el cáli­do so­plo de la pri­mav­era y que muere en el in­vier­no. Las fi­es­tas en hon­or de Ado­nis se llam­aban Adonías y se cel­ebra­ban en pri­mav­era.
En el arte, el mi­to de Ado­nis fue rep­re­sen­ta­do por Miguel Án­gel, Tiziano y otros grandes pin­tores.

ADRASTEA
Hi­ja de Meliso, rey de Cre­ta, fue la nin­fa que, con la leche de la cabra Amal­tea, en una cue­va del monte Ida, en la is­la de Cre­ta, al­imen­tó a Zeus niño, cuan­do la madre de este, Rea Cibeles, se lo con­fió sec­re­ta­mente, jun­to con otras nin­fas. Así lo sal­varía de su padre Crono, que iba a de­vo­rar­lo.

ADRAS­TO
Rey de Ar­gos. Forma­ba parte de la es­tirpe de Ami­taón. Acogió en su ciu­dad a Tideo, fugi­ti­vo de Calidón, y a Polin­ice, que as­pira­ba al trono de Tebas. Adras­to les dio por es­posas a sus hi­jas Argía y Deípile, y prometió ayu­dar­les a re­con­quis­tar los tronos de donde habían si­do in­jus­ta­mente ar­ro­ja­dos. Por es­ta razón ini­ció in­medi­ata­mente la guer­ra con­tra Eteo­cles, rey de Tebas y her­mano de Polin­ice; es­ta guer­ra fue lla­ma­da la de Los Si­ete con­tra Tebas, ya que, además de Adras­to, Polin­ice y Tideo, in­ter­vinieron tam­bién otros cu­atro héroes: Ca­pa­neo, de­scen­di­ente de Pre­to; Hipome­donte; Parténope, her­mano de Adras­to, y An­fi­arao. Este sabía que la ex­pe­di­ción fra­casaría y así lo ad­vir­tió a sus com­pañeros, pero le obli­garon a tomar parte en la guer­ra. Ase­dian­do la ciu­dad, los Si­ete re­alizaron proezas que, por otra parte, re­sul­taron vanas. El adi­vi­no Tire­sias había afir­ma­do que los tebanos vencerían si uno de el­los se sac­ri­fi­ca­ba; se ofre­ció Meneceo, hi­jo de Cre­onte, que se pre­cip­itó des­de lo al­to de las mu­ral­las.
A par­tir de ese pre­ciso mo­men­to, los siti­adores em­pezaron a de­bil­itarse. Ca­pa­neo es­caló la mu­ral­la, pero un rayo de Zeus lo con­vir­tió in­medi­ata­mente en cenizas; An­fi­arao huyó y se lo tragó la tier­ra jun­to con su car­ro; Polin­ice y Eteo­cles se de­safi­aron en sin­gu­lar com­bate, matán­dose mu­tu­amente, y to­dos los demás en­con­traron la muerte, a ex­cep­ción de Adras­to, que ca­bal­ga­ba en el ca­bal­lo al­ado Ar­ión. Diez años de­spués, unido a los Epí­gonos, los hi­jos de los si­ete reyes, Adras­to reem­prendió la guer­ra con­tra Tebas y con­sigu­ió tomar la ciu­dad, pero, tras perder a su hi­jo Egia­leo, murió de do­lor en Megara. Fue ado­ra­do co­mo héroe en Sición, Ar­gos, Megara y Colono.

AE­LO
Una de las Arpías.

AFAREO
Uno de los héroes más an­tigu­os de las leyen­das de las provin­cias merid­ionales del Pelo­pone­so. En­gen­dró a Idas y a Linceo, a los que se llamó Afári­das. Según al­gu­nas opin­iones, era her­mano de Tindáreo, Leu­cipo e Icario, e hi­jo de Perieres.

AFRODI­TA (VENUS)
Afrodi­ta ponien­do a sal­vo a Paris
El nom­bre sig­nifi­ca «naci­da de la es­puma», porque, según Hes­ío­do, nació de la es­puma del mar fe­cun­da­da por Ura­no. Hi­ja del mar y del cielo, sim­bolizó el in­stin­to de la fe­cun­di­dad y de la re­pro­duc­ción. Surgi­da del mar (y por es­to des­ig­na­da con el apel­ati­vo de Ana­diomene, «la surgi­da») una mañana de pri­mav­era en una con­cha de madreper­la, re­sp­lan­de­ciente de gra­cia y de belleza, fue im­pul­sa­da por Cé­firo ha­cia las costas de la is­la de Chipre, donde la hicieron subir a un car­ro de al­abas­tro con­duci­do por cán­di­das palo­mas; acom­paña­da por las Ho­ras y las Gra­cias, sus fieles sier­vas, fue ll­eva­da al pala­cio de los In­mor­tales. Según otra leyen­da, Afrodi­ta es una di­vinidad olímpi­ca, diosa ce­leste del amor, naci­da de Zeus y Dione. Es­posa de Hefesto (Vul­cano), tu­vo amores con Ares (Marte), Her­mes (Mer­cu­rio) y Dion­iso (Ba­co), así co­mo con los mor­tales An­quis­es, Butes y Ado­nis. De sus amores nacieron mu­chos hi­jos, en­tre el­los: Eros (Amor), Her­mafrodi­to, Príapo, Eneas y Er­ix. Era es­pe­cial­mente ven­er­ada en Chipre y, en gen­er­al, en los puer­tos y en las costas co­mo diosa de la nave­gación. De los lu­gares donde su cul­to es­ta­ba más di­fun­di­do derivan sus di­ver­sos so­brenom­bres: Cipris (de Chipre), Pafia (de Pafos), Cni­dia (de Cnido), Citereo (de Cit­era) y Eric­ina (del monte Er­ix, en Si­cil­ia). Según Platón, Afrodi­ta Ura­nia era la diosa del amor ide­al y se la rep­re­senta­ba ar­ma­da, mien­tras que Afrodi­ta Pon­tia era la pro­tec­to­ra de la nave­gación y de los nave­gantes. De es­ta man­era, el reino de la belleza y del amor se ex­tendía por la tier­ra, el mar y el cielo. Las plan­tas con­sagradas a Afrodi­ta er­an el mir­to, la rosa y el man­zano; los an­imales, la palo­ma y la liebre, y, co­mo diosa del mar, le cor­re­spondía el delfín. Era imag­ina­da co­mo una criatu­ra bel­lísi­ma, lozana, de ros­tro del­icadísi­mo y re­bosante de gra­cia, vesti­da de oro. De su per­sona em­an­aba un suave y dul­císi­mo per­fume de am­brosía y, cuan­do se man­ifesta­ba en la plen­itud de su belleza, to­das las cosas cedían ante tan­ta gra­cia y le rendían hom­ena­je. Al prin­ci­pio, fue com­para­da con la au­ro­ra, bel­la y son­ri­ente, ante la cual la mis­ma nat­uraleza se in­cli­na, pero luego se la de­signó co­mo la diosa de la belleza y, por con­sigu­iente, tam­bién del amor. Paris, elegi­do juez para des­ig­nar a la más bel­la de las diosas, le otorgó la man­zana, sím­bo­lo de la her­mo­sura. El­la fue quien ayudó por grat­itud a Paris a rap­tar a He­le­na, la mor­tal más her­mosa del mun­do, que había si­do prometi­da por la diosa al joven troy­ano. Peleo, en­am­ora­do de la nin­fa Tetis, le ayudó a con­quis­tar­la y a tomar­la por es­posa. Es cier­to que Afrodi­ta no supo fre­nar sus pa­siones ni re­si­stir el im­pul­so amoroso. Por lo tan­to, amó a mor­tales e in­mor­tales, e in­ter­vi­no en to­das las his­to­rias, de hom­bres y de dios­es, en las que se enred­aba el amor. Sus servi­do­ras er­an las Gra­cias y las Ho­ras, per­son­ifi­cado­ras de la gra­cia y del en­can­to. Es­tas atendían a su per­sona, la vestían y ar­regla­ban; es­ta­ban siem­pre con el­la en cualquier lu­gar y mo­men­to. En la icono­grafía clási­ca, Afrodi­ta ll­eva un cin­turón que encier­ra to­dos los atrac­tivos y se­duc­ciones fe­meni­nos, a los que nadie, ni aun el más sabio, se puede re­si­stir. Obras de Afrodi­ta son la pasión, la fe­cun­dación y la propa­gación de la es­pecie en to­da la nat­uraleza an­imal y veg­etal, la ren­ovación de la vi­da y el flo­rec­imien­to de la belleza. To­do es obra suya, porque na­da re­siste a la fuerza del amor y de la her­mo­sura, y to­das las cosas na­cen por obra del amor.

Co­mo la diosa del amor, Afrodi­ta es la pro­tec­to­ra de los vín­cu­los conyu­gales, de la fa­mil­ia y de los nacimien­tos. Sin em­bar­go, los grie­gos la imag­inaron tam­bién co­mo una criatu­ra in­con­stante y, por lo tan­to, rela­ciona­da con muchas leyen­das en las que cas­ti­ga cru­el­mente a quien se nie­ga a some­terse a las ex­igen­cias de su amor. Es famosísi­ma la leyen­da de Daf­nis, joven y bel­lísi­mo pas­tor si­cil­iano, semidiós de los pa­stores. Más nu­merosos que sus amores con los dios­es son los amores de Afrodi­ta con los hom­bres. Prefer­ía es­bel­tos pa­stores o cazadores que vivían en las mon­tañas y los bosques. Una de las más famosas leyen­das es la del amor de la diosa por Ado­nis. Otro gran amor de Afrodi­ta por un mor­tal fue el que sin­tió por An­quis­es, joven príncipe troy­ano. De es­tos amores nació Eneas. El cul­to a Afrodi­ta era común a to­dos los pueb­los heléni­cos. Chipre so­bre­sal­ió en­tre sus ado­radores por cuan­to se decía que, surgien­do de la es­puma del mar, la diosa había lle­ga­do a dicha is­la. Mu­chos er­an los tem­plos a el­la ded­ica­dos, es­par­ci­dos por las playas, siem­pre cer­ca del mar. Ningu­na diosa in­spiró más a los po­et­as; ningu­na fue rep­re­sen­ta­da tan­tas ve­ces. En Ro­ma, Venus, diosa de la pri­mav­era y de la nat­uraleza en flor, fue pron­to iden­ti­fi­ca­da con la gr­ie­ga Afrodi­ta y am­bos nom­bres sirvieron para des­ig­nar a la mis­ma diosa. En Italia, lo mis­mo que en Gre­cia, se di­fundió am­pli­amente el cul­to de la diosa del amor y de la belleza. Adquir­ió may­or im­por­tan­cia, si cabe, en Ro­ma, pues el fun­dador de la es­tirpe itáli­ca, Eneas, era con­sid­er­ado hi­jo de Venus/Afrodi­ta. En Ro­ma surgieron pron­to tres tem­plos con­sagra­dos a Venus: el de la diosa Mur­cia, el de la Cloaci­na y el de la Li­biti­na. La Venus Mur­cia rep­re­senta­ba a la diosa que acari­cia y atrae con su belleza al hom­bre, en­am­orán­do­lo; pero des­igna­ba tam­bién a la diosa del mir­to, sím­bo­lo del amor cas­to y bel­lo, y ex­istía un tem­plo en su hon­or jun­to al Cir­co Máx­imo, al pie del Aventi­no, con­stru­ido por los lati­nos, es­table­ci­dos al­lí ba­jo An­co Mar­cio. La Venus Cloaci­na era la pro­tec­to­ra de la alian­za pacta­da en­tre los ro­manos y los sabi­nos, de­spués del famosísi­mo rap­to de las sabi­nas. El ter­cer tem­plo era el de la Venus Li­biti­na, diosa de los muer­tos. No debe asom­brarse de es­to el lec­tor, porque con fre­cuen­cia en los mi­tos de la Antigüedad clási­ca la vi­da más ex­uber­ante aparece rela­ciona­da con la muerte. Los ex­tremos se to­can. En su tem­plo, cuya situación ig­no­ramos, se con­serv­aban to­dos los in­stru­men­tos y adornos nece­sar­ios para los ri­tos fúne­bres. Venus fue ob­je­to de otras for­mas de cul­to en Ro­ma y se con­vir­tió en Venus Gen­etrix en su cal­idad de primera madre de la es­tirpe ro­mana, por haber con­ce­bido a Eneas, y luego en pro­tec­to­ra de to­da fe­cun­dación. Fue hon­ra­da en es­pe­cial por César y to­da su fa­mil­ia, ya que este pre­tendía que su lina­je de­scendía di­rec­ta­mente de Eneas.

De­spués de la vic­to­ria de Farsalia dedicó in­clu­so un tem­plo a la Gen­etrix, un es­plén­di­do ed­ifi­cio con­stru­ido con mu­nif­icen­cia y el­egan­cia de líneas. Se cel­ebra­ban muchas fi­es­tas en su hon­or, so­bre to­do en abril, mes en el que des­perta­ba la nat­uraleza y ofrecía sus mejores dones a los hom­bres, mes faus­to para el amor y por el­lo ded­ica­do a Venus. En las artes fig­ura­ti­vas, Afrodi­ta aparece rep­re­sen­ta­da ais­la­da en la es­tat­uar­ia o aso­ci­ada con otros dios­es o mor­tales, so­bre to­do en la pin­tu­ra, en la cerámi­ca y en los re­lieves. Al pre­sen­tar­la ais­la­da, los artis­tas grie­gos la fig­ura­ban al prin­ci­pio to­tal­mente vesti­da, luego par­cial­mente en­vuelta en una túni­ca muy trans­par­ente que hacía re­saltar las líneas de su cuer­po, y, más tarde, com­ple­ta­mente desnu­da.

En­tre sus céle­bres rep­re­senta­ciones es­cultóri­cas, recor­dare­mos la Afrodi­ta de Cnido, la Afrodi­ta de Ar­lés, la Afrodi­ta de Fréjus, la Afrodi­ta de Sir­acusa, la Venus Capi­toli­na, la Venus de Mi­lo —la más céle­bre, de­scu­bier­ta en 1820 y orgul­lo del Lou­vre— la Venus de Médi­cis, la Ma­li­ciosa de Cirene, la Calipi­gia y la Afrodi­ta de Ep­idau­ro. En un comien­zo aparecía la diosa siem­pre de pie, pero cuan­do los artis­tas acari­cia­ron la idea de rep­re­sen­tar­la en el baño, surgieron com­posi­ciones di­ver­sas, con­cibién­dose así una figu­ra de Afrodi­ta con un nue­vo as­pec­to icono­grá­fi­co, des­ti­na­do pron­to a ram­ifi­carse, con vari­ados y orig­inales de­sar­rol­los. El arte ro­mano sigu­ió la tradi­ción gr­ie­ga: la Venus ro­mana es fiel re­pro­duc­ción de la Afrodi­ta gr­ie­ga. Pasaron mu­chos sig­los antes de que el mi­to de es­ta di­vinidad volviese al do­minio del arte. A par­tir del Re­nacimien­to, son nu­merosas las obras in­spi­radas en la diosa y sus amores. Ya no se tratará de es­tat­uas, sino só­lo de rep­re­senta­ciones pic­tóri­cas. Desta­can: Venus dom­inado­ra del mun­do de Gio­van­ni Belli­ni, Nacimien­to de Venus de Bot­ti­cel­li, Venus de Gior­gione, El to­cador de Venus de Rubens, Venus y el Cu­pi­do de Bronzi­no, Venus y el Amor y Venus y Ado­nis de Tiziano, Ba­co y Ari­ad­na coro­na­dos por Venus de Tin­toret­to y Venus ante el es­pe­jo de Velázquez. La diosa no aparece menos en la lit­er­atu­ra. En­tre los po­et­as, le com­pusieron bel­lísi­mos him­nos Home­ro, Lu­cre­cio, Ovidio y el pro­pio Ho­ra­cio. La cel­ebraron filó­so­fos co­mo Par­ménides y Em­pé­do­cles, y trági­cos co­mo Es­qui­lo y Eu­rípi­des.

AGAMEDES Y TRO­FO­NIO
Her­manos ar­qui­tec­tos ilus­tres, al pare­cer con­struyeron el tem­plo de Apo­lo en Delfos, otro ded­ica­do a Po­sei­dón en la Ar­ca­dia y la Casa del tesoro del rey Hirieo en Beo­cia. Una leyen­da nar­ra que habién­doles prometi­do Apo­lo una rec­om­pen­sa al ter­mi­nar el tem­plo, en­con­traron la muerte. Según otra fuente, habían in­ten­ta­do ro­bar el tesoro de Hirieo; Agamedes cayó en una tram­pa y Tro­fo­nio, para no ser de­scu­bier­to, de­capitó a su her­mano, ocul­tan­do luego la cabeza. Se les rindió cul­to en Beo­cia.

AGA­MENÓN
Hi­jo de Atreo y de Erope, her­mano de Menelao, fue rey de Ar­gos y de Mi­ce­nas, y es­poso de Clitemnes­tra, hi­ja de Tindáreo, rey de Es­par­ta. Había lle­ga­do a ser, por sus con­quis­tas, el más poderoso rey de Gre­cia, cuan­do tomó el man­do de la ex­pe­di­ción de los grie­gos con­tra Troya. Cuan­do el adi­vi­no Cal­cante rev­eló que, si quería obten­er un vien­to fa­vor­able para la par­ti­da de la flota aquea ha­cia la ex­pe­di­ción de Troya, era nece­sario aplacar a la diosa Ártemis, Aga­menón per­mi­tió que fuese sac­ri­fi­ca­da su hi­ja Ifi­ge­nia. La muchacha fue ar­ran­ca­da a la muerte por la propia diosa, que se apoderó de el­la cuan­do el sac­er­dote es­ta­ba a pun­to de herir­la y la susti­tuyó por una cier­va. De­spués de la caí­da de Troya, Aga­menón re­gresó a Ar­gos ll­evan­do co­mo con­cu­bi­na a la adiv­ina Casan­dra, hi­ja del rey Príamo, pero Clitemnes­tra, que no le había per­don­ado por haber con­sen­ti­do el sac­ri­fi­cio de Ifi­ge­nia, lo mató con ayu­da de su amante Egis­to.
Es­tos episo­dios pa­sion­ales sirvieron de tema a las trage­dias de Es­qui­lo, Eu­rípi­des, Al­fieri y Lemerci­er. Home­ro rep­re­sen­ta a Aga­menón de di­ver­sas for­mas: al prin­ci­pio es am­bi­cioso, sacrílego, in­clu­so vul­gar, la an­títe­sis del al­ma gen­erosa de Aquiles; luego, en el can­to XI de la Ilía­da aparece fuerte, valeroso, con­sciente de su ran­go y de su val­or. En­tre las obras de Es­qui­lo, la trage­dia Aga­menón for­ma parte, con Las coé­foras y Las eu­ménides, de la trilogía La orestía­da.

AGANIPE
Céle­bre fuente de Beo­cia, jun­to al monte He­licón, con­sagra­da a las Musas. Había bro­ta­do co­mo con­se­cuen­cia de una coz del ca­bal­lo Pe­ga­so. In­fundía in­spiración poéti­ca a quien be­bía de sus aguas.
AGA­TODEMÓN
Dios bucóli­co, ven­er­ado co­mo pro­tec­tor de la cosecha an­ual. En Italia era cono­ci­do co­mo Bonus even­tus. Ge­nio o es­píritu bené­fi­co, parece ser de ori­gen egip­cio. Es­ta creen­cia y ven­eración se di­fundió por Gre­cia y Ro­ma, y los ido­lil­los (en for­ma de ser­pi­entes al­adas y drag­ones bené­fi­cos para la agri­cul­tura) se gen­er­alizaron. Se le con­tra­pu­so el es­píritu ma­lig­no Kakodemón.

ÁGAVE
Hi­ja de Har­monía y de Cad­mo, tras con­seguir el fatídi­co col­lar de su madre, tu­vo la des­gra­cia de matar a su pro­pio hi­jo Pen­teo en el furor del delirio báquico, de­spedazán­do­lo de­spués con la ayu­da de sus hi­jas, in­stru­men­tos cie­gos del cas­ti­go de Dion­iso.

AGE­LO
Pas­tor a quien el rey Príamo con­fió a su hi­jo Paris, re­cién naci­do, para que lo ll­evase a la cima del monte Ida y al­lí lo aban­donase. Age­lo obe­de­ció de mala gana, pero pocos días de­spués, movi­do por la com­pasión, volvió a la cima y en­con­tró al niño to­davía vi­vo y, jun­to a él, a una cier­va que lo es­ta­ba ama­man­tan­do. El pas­tor no quiso ser menos hu­mano que el an­imal y, toman­do con­si­go al pe­queño Paris, lo crio co­mo a un hi­jo.

AGENOR
Rey feni­cio de Tiro. Hi­jo de Po­sei­dón y de Li­bia y por línea ma­ter­na de­scen­di­ente di­rec­to de Zeus. Cuan­do su hi­ja Eu­ropa fue rap­ta­da por Zeus trans­for­ma­do en un toro, Agenor or­denó a sus tres hi­jos, Cad­mo, Fénix y Cílix, que bus­casen a su her­mana y que no re­gre­sasen has­ta haber­la en­con­tra­do.
Al no con­seguir hal­lar­la, se es­tablecieron en otras re­giones a las que dieron nom­bre. Al­lí fun­daron nuevas ciu­dades y es­tir­pes.

AGLAYA
Una de las Gra­cias o Cárites.

AL­BÚNEA
Nin­fa de las Náyades, diosa de las fuentes sul­furosas jun­to a Tívoli, dota­da de poderes proféti­cos. Más tarde, la nin­fa per­son­ificó a una Sibi­la, habi­tante de un bosque a oril­las del Aniene, sien­do des­ig­na­da y con­sul­ta­da co­mo Sibi­la Tiburtina.

AL­CA­TORE
Una de las Miníades.

AL­CES­TE
Una de las hi­jas de Pelias y es­posa de Ad­me­to. Fue fiel has­ta el pun­to de quer­er sac­ri­ficar su propia vi­da para sal­var la de su mari­do. Per­sé­fone, o Her­acles, según dos leyen­das difer­entes, co­mo rec­om­pen­sa, le de­volvió la vi­da.
Fábu­la que in­spiró varias trage­dias homón­imas, des­de Eu­rípi­des has­ta Racine y Al­fieri.

AL­CÍNOO
Rey de los Fea­cios, habi­tantes de la is­la de Cor­ci­ra (ac­tual­mente Cor­fú), a la que Ulis­es llegó a na­do de­spués del naufra­gio de la bal­sa en la que había aban­don­ado la is­la de Ogi­gia, donde Calip­so lo re­tu­vo pri­sionero du­rante si­ete años. Al­cínoo, ante quien su hi­ja, la dulce Nau­si­ca, había con­duci­do al ex­tran­jero en­con­tra­do en la playa, acogió a su huésped con to­dos los hon­ores; or­ga­nizó jue­gos en señal de fi­es­ta y es­cuchó el largo re­la­to de sus aven­turas. Por úl­ti­mo, lo hi­zo trans­portar en una nave a Íta­ca. Al­bergó tam­bién a los Arg­onau­tas y luego a Jasón y Medea. Fue un rey muy pru­dente y un héroe sin vana­glo­ria.

AL­CÍONE
Hi­ja de Es­teno y de Nicipe, her­mana de Eu­ris­teo y de Medusa, lla­ma­da tam­bién Al­cíone. Fue una de las nin­fas que cuidaron a Zeus du­rante su in­fan­cia.

AL­CIO­NEO
Uno de los Gi­gantes.
AL­CME­NA
Según una leyen­da, hi­ja del rey Elec­trión de Mi­ce­nas y ni­eta de Perseo. Según otra, hi­ja de An­fi­arao y de Er­ifi­la.
Se casó con An­fitrión, rey de Tir­in­to. Pero Zeus, en­am­ora­do de el­la, aprovechó la ausen­cia del mari­do, que había par­tido para la guer­ra, y toman­do la figu­ra de este, en­gañó a Al­cme­na. De es­ta unión nació Her­acles.

AL­CMEÓN
Hi­jo de An­fi­arao y uno de los Epí­gonos. Mató a su madre Er­ifi­la, la cual había in­duci­do a su padre a par­tic­ipar en la ex­pe­di­ción en la que An­fi­arao hal­ló la muerte. Se casó con Alfe­si­bea o Ar­sí­noe, a la que re­pudió luego para casarse con Calír­roe, de quien tu­vo a Acarnán y An­fótero. Poco de­spués lo mataron sus cuña­dos.
Se le men­ciona en la Div­ina co­me­dia de Dante (Pur­ga­to­rio, XII, 49-51; Paraí­so, IV, 103-105).

ALEC­TO
Una de las Erinias.

ALEC­TRIÓN
Nom­bre del joven que Marte colocó, co­mo guardián, en la puer­ta de la es­tancia donde se había es­con­di­do con Venus. Sin em­bar­go, Alec­trión se dur­mió y, al salir el sol, Marte fue sor­pren­di­do por Vul­cano. Co­mo cas­ti­go, el dios de la guer­ra trans­for­mó al joven en gal­lo y le obligó a anun­ciar, to­das las mañanas, con su can­to, el nacimien­to del día.

ALEX­IAR
Hi­jo de Her­acles y de Hebe; el héroe míti­co lo en­gen­dró cuan­do fue con­ver­tido en in­mor­tal por Zeus y pasó a habitar en el Olimpo.

ALEX­ICA­COS
Alex­ica­cos («el que ale­ja los males») es el so­brenom­bre de Her­acles.

ALFEO
Río de la an­tigua Gre­cia, en el Pelo­pone­so. La mi­tología lo rela­ciona con leyen­das y ri­tos re­li­giosos (véase Ártemis, Are­tusa, Tetis y Océano) y tam­bién con la agri­cul­tura. Su nom­bre sig­nifi­ca «pro­duc­tor, al­imen­ta­dor».

ALFE­SI­BEA
Lla­ma­da tam­bién Ar­sí­noe, fue la primera es­posa de Al­cmeón, quien fue as­esina­do por sus dos her­manos Té­meno y Ax­ión.

AL­TEA
Mu­jer de Eneo, rey de Calidón en Eto­lia, e hi­ja de Tes­tio, rey de Pleurón. Con­cibió a Me­lea­gro, rey y héroe de los eto­lios y pro­tag­onista de la caza del ja­balí de Calidón. Al­tea ter­minó su vi­da trági­ca­mente, sui­cidán­dose a causa del do­lor y el re­mordimien­to por haber provo­ca­do de­lib­er­ada­mente la muerte de su hi­jo, cuya vi­da es­ta­ba vin­cu­la­da a la con­sum­ición de un tizón que el­la mis­ma ar­ro­jó al fuego; al ex­tin­guirse este, Me­lea­gro murió.

AL­TEMENES
Hi­jo de Catreo y, por lo tan­to, de­scen­di­ente de Mi­nos. Se es­table­ció en Ro­das, donde ini­ció el cul­to a Zeus Atabyrios.
Según una pro­fecía del orácu­lo, Al­temenes mató a su pro­pio padre con una flecha, al con­fundir­lo con un en­emi­go. Cuan­do se dio cuen­ta de su er­ror, in­vocó a los dios­es para que, en ex­piación, la tier­ra se abri­era ba­jo sus pies y se lo tra­gase. Su ple­garia fue es­cucha­da.

AMADRÍADAS
Nin­fas de los bosques. Vivían en el tron­co de los ár­boles. Su des­ti­no es­ta­ba vin­cu­la­do al de la plan­ta que las abri­ga­ba; cuan­do es­ta moría, cor­rían la mis­ma suerte. En­tre to­das las Nin­fas, criat­uras in­mor­tales, las Amadríadas er­an las úni­cas des­ti­nadas a morir.
AMAL­TEA
Según la leyen­da, fue la cabra que ama­man­tó a Zeus. Uno de los cuer­nos de Amal­tea, que­bra­do por el lac­tante, fue recogi­do por la nin­fa Melisa y ob­tu­vo de Zeus la fac­ul­tad de llenarse de to­do cuan­to pudiera sat­is­fac­er los de­seos hu­manos (cuer­no de la abun­dan­cia). Se decía que la piel de este an­imal había servi­do a Ate­nea para con­fec­cionar su famoso es­cu­do o égi­da.

AM­ATA
Es­posa de Lati­no. El rey de Lau­ren­to hu­biese otor­ga­do gus­toso la mano de su hi­ja Lavinia al héroe troy­ano Eneas, pero Am­ata se opu­so drás­ti­ca­mente y con su neg­ati­va provocó la guer­ra en­tre Turno, poderoso rey de los rú­tu­los, y el pro­pio Eneas, con­tien­da que ter­minó con la der­ro­ta y muerte de Turno.

AMA­ZONAS
Pueblo de mu­jeres guer­reras, naci­das, según la mi­tología, de Ares y de una nin­fa. Se decía que tenían su reino en Ca­pado­cia, jun­to al río Ter­mod­onte, con Temis­ci­ra por cap­ital, o bi­en en Es­ci­tia, en la rib­era del pan­tano de Meóti­da. Su nom­bre sig­nifi­ca «sin ma­ma» y deri­va de que solían cor­tarse el seno dere­cho para mane­jar mejor el ar­co.
Es­tas mu­jeres se en­tre­ga­ban a ejer­ci­cios guer­reros. Se gob­ern­aban por sí so­las y er­an en­emi­gas de los hom­bres, a los que mata­ban sin piedad. Fueron der­ro­tadas por Belero­fonte. Com­bat­ieron con­tra Her­acles y Teseo, y par­tic­iparon en la guer­ra de Troya con su reina Pen­te­silea, muer­ta a manos de Aquiles. Otra famosa reina de las Ama­zonas fue Hipóli­ta.

AM­BROSÍA
Míti­co al­imen­to de los dios­es. Lo traían blan­cas palo­mas que iban a bus­car­lo al jardín de las Hes­pérides, en el con­fín de Oc­ci­dente. La am­brosía provo­ca­ba que los dios­es con­ser­varan la in­mor­tal­idad y la ju­ven­tud.

ÁMI­CO
Hi­jo de Po­sei­dón y de la nin­fa Melia, y rey de los bébrices.
Era cono­ci­do en to­do el mun­do eu­roasiáti­co por su gran fuerza y por su ha­bil­idad co­mo luchador, pero al lle­gar los Arg­onau­tas, Pólux lo de­safió y lo mató, de­spués de sosten­er con él un duro com­bate.

AMI­TAÓN
Per­son­aje mi­tológi­co recor­da­do, so­bre to­do, por haber en­gen­dra­do al adi­vi­no Melam­po y porque de él de­scien­den nu­merosos per­son­ajes im­por­tan­tísi­mos de las guer­ras tebanas, co­mo An­fílo­co, An­fi­arao y Al­cmeón, lla­ma­dos por es­ta razón Ami­taónidas.

AMI­TAÓNIDAS
Nom­bre que recibían los míti­cos hi­jos de Ami­taón.

AMÓN
Dios egip­cio de Tebas, pos­te­ri­or­mente iden­ti­fi­ca­do con el dios so­lar Ra en el bi­nomio Amón-​Ra.
Los faraones le dedi­caron dos tem­plos, uno en Kar­nak y otro en Lux­or. A me­di­da que al­lí se de­bil­ita­ba su cul­to, crecía su de­vo­ción en Nu­bia y en los oa­sis de Li­bia, so­bre to­do en Amo­nio, ciu­dad que se hi­zo famosa por su tem­plo, vis­ita­do en el año 322 a. de C. por Ale­jan­dro Mag­no para hac­erse procla­mar hi­jo del dios. En al­gu­nas rep­re­senta­ciones aparece con cabeza de cordero.

AMOR
Véase Eros.

ANAK­TES
Nom­bre con el que se ven­er­aba a los Dioscuros en Ate­nas. El tér­mi­no sig­nifi­ca «dom­inador, rey».

AN­CEO
Hi­jo de Li­cur­go. Míti­co héroe griego que par­ticipó valerosa­mente en la caza del ja­balí de Calidón. Cuan­do el an­imal sal­ió de su madriguera, se destacó por su temeri­dad. Su im­pru­den­cia re­sultó fu­nes­ta, pues se aprox­imó de­masi­ado y, cuan­do es­ta­ba a pun­to de gol­pearlo con su hacha, cayó de­spedaza­do por el mon­stru­oso an­imal.

AN­CILE
Es­cu­do que, según la tradi­ción, cayó del cielo co­mo re­ga­lo del dios Marte a los ro­manos. De su con­ser­vación de­pendía la vi­da mis­ma de Ro­ma. El rey Nu­ma Pom­pilio, para im­pedir que lo robasen, hi­zo fundir once es­cu­dos idén­ti­cos al ver­dadero, y los colocó jun­to a este para que nadie pud­iese iden­ti­fi­car­lo. El an­cile se guard­aba en el tem­plo más im­por­tante de los ded­ica­dos a Marte, que se alz­aba en Ro­ma jun­to a la Puer­ta Cape­na.

AN­DRO­GEO
Hi­jo de Mi­nos. Según al­gu­nas leyen­das, los ate­niens­es y los megarens­es lo mataron a traición; según otras, fue en­vi­ado con­tra el ter­ri­ble toro de Maratón, donde murió. En cualquier ca­so, su fin provocó la ven­gan­za de su padre, el rey cretense, y la guer­ra con­tra los ate­niens­es.

AN­DRÓ­MACA
Hi­ja del rey Ec­tión y es­posa de Héc­tor. Es una de las fig­uras más del­icadas de la Ilía­da, y la de­scrip­ción de su en­cuen­tro con Héc­tor (can­to VI) es uno de los re­latos más cono­ci­dos del po­ema, lleno de con­move­do­ra poesía. Héc­tor había vuel­to a en­trar en la ciu­dad y antes de re­gre­sar a la san­gri­en­ta lucha quiso salu­dar a su es­posa y a su hi­jo As­tian­acte. An­dró­maca, que había ll­eva­do lu­to varias ve­ces porque Aquiles había mata­do a su padre y a si­ete her­manos y había de­stru­ido Tebas, su ciu­dad na­tal, pre­sagia que Héc­tor sufriría la mis­ma suerte. Sale a bus­car­lo con su hi­jo en bra­zos, en un úl­ti­mo in­ten­to por reten­er­le a sal­vo en la ciu­dad. Le ad­vierte del triste des­ti­no que les to­caría en suerte a el­la y al pe­queño As­tian­acte si él fal­tase. An­dró­maca sabe, sin em­bar­go, que to­dos sus rue­gos serán vanos y que Héc­tor, aunque ape­na­do, volverá al cam­po de batal­la. Es­ta ev­iden­cia im­prime a las pal­abras que le dirige un tono de pro­fun­do do­lor, de an­gus­tia, de miedo y casi de re­be­lión con­tra los acon­tec­imien­tos, que in­ex­orable­mente la pri­van de sus seres más queri­dos. De­spués de la muerte de Héc­tor y de su hi­jo As­tian­acte a manos de Pir­ro, hi­jo de Aquiles, fue ll­eva­da por el mis­mo Pir­ro a Gre­cia co­mo es­cla­va. Se casó de­spués con He­leno, otro hi­jo de Príamo, y con él reinó en Cao­nia (Epiro), donde, según Vir­gilio, la en­con­tró Eneas.
Su figu­ra in­spiró a Eu­rípi­des, que es­cribió las trage­dias Las troy­anas y An­dró­maca, a En­nio, au­tor de una obra tit­ula­da An­dró­maca, y, en­tre los mod­er­nos, a Racine, con la trage­dia An­dro­maque.

AN­DRÓME­DA
Hi­ja de la nin­fa Ca­sio­pea y de Ce­feo, rey de Etiopía. Ca­sio­pea se vana­glo­ria de que su propia belleza y la de su hi­ja aven­ta­jan a la de las Nerei­das. Es­tas pi­den a Po­sei­dón que las vengue. Etiopía es in­un­da­da y un enorme y ter­ri­ble mon­struo mari­no causa es­tra­gos en­tre hom­bres y an­imales. In­ter­ro­ga­do el orácu­lo de Amón, este rev­ela que el úni­co medio para aplacar al mon­struo es ofre­cer­le co­mo pre­sa a An­dróme­da. La muchacha es, pues, ata­da a una ro­ca, pero, cuan­do el mon­struo mari­no es­tá a pun­to de al­can­zarla, aparece Perseo, que lo pet­ri­fi­ca con la cabeza de Medusa. Co­mo pre­mio ob­tiene a An­dróme­da por es­posa. De­spués de su muerte, An­dróme­da fue trans­porta­da a la mora­da de los dios­es, en­tre las con­stela­ciones.

AN­FI­ARAO
Céle­bre vi­dente. Hi­jo de Linceo e Hiper­me­stra. Fue uno de los si­ete reyes que ase­di­aron Tebas para de­volver el trono a Polin­ice y der­ro­car a su her­mano Eteo­cles. Por ser adi­vi­no, había pre­vis­to que moriría en aquel ase­dio y por lo tan­to se ocultó. Sin em­bar­go, traiciona­do por Er­ifi­la, su mu­jer, a cam­bio de un col­lar, fue obli­ga­do a par­tir y un abis­mo que se abrió en el sue­lo du­rante la batal­la se lo tragó con su car­ro. No ob­stante, antes de salir había he­cho ju­rar a su hi­jo Al­cmeón que lo ven­garía si moría en la guer­ra. En efec­to, a su muerte, Al­cmeón mató a su madre Er­ifi­la. An­fi­arao fue a habitar en­tre los dios­es; tu­vo un orácu­lo en Tebas y otro más famoso en Oro­pos. En su hon­or, se cel­ebra­ban las fi­es­tas An­fi­ar­eas, jue­gos gim­nás­ti­cos y mu­si­cales. Ac­er­ca de él es­cri­bieron Es­qui­lo, Eu­rípi­des, Aristó­fanes y Esta­cio.

AN­FIC­TIÓN
Rey de Áti­ca, que sucedió en el trono a Crá­nao. An­fic­tión era hi­jo de Deu­cal­ión, Erecteo le había quita­do el trono.

AN­FÍLO­CO
Hi­jo de An­fi­arao y de Er­ifi­la, perteneciente a la di­nastía de los Ami­taónidas. Co­mo su her­mano Al­cmeón, in­ter­vi­no en los episo­dios de las guer­ras tebanas de los Si­ete y de los Epí­gonos y en el sitio de Troya. Fue uno de los guer­reros es­cogi­dos para en­trar en el céle­bre ca­bal­lo de madera. De­spués de haber fun­da­do la ciu­dad de Ar­gos, murió en una rey­er­ta con el adi­vi­no Mop­so.

AN­FIÓN
Hi­jo de Zeus y de An­tíope, fue rey de Tebas jun­to con su her­mano Ze­tos, de­spués de matar a su tío Li­co (véase An­tíope). A difer­en­cia de Ze­tos, An­fión era de án­imo gen­til; ded­ica­do a la poesía y a la músi­ca, había recibido de Her­mes una li­ra mar­avil­losa, de la que ar­ran­ca­ba dul­císi­mos sonidos. Cuan­do lle­garon a ser señores de Tebas, am­bos her­manos se dedi­caron a la con­struc­ción de for­ti­fi­ca­ciones y de nuevas mu­ral­las que de­bían ceñir la ciu­dad. Sin em­bar­go, mien­tras Ze­tos se fati­ga­ba trans­portan­do las piedras, An­fión, con el son de la li­ra, hacía que es­tas se moviesen por sí so­las y se amon­tonasen para for­mar las mu­ral­las. An­fión se casó con Níobe, hi­ja de Tán­ta­lo, y tu­vo de el­la una nu­merosa pro­le, si­ete hi­jos y si­ete hi­jas, que Apo­lo y Ártemis mataron para ven­gar a su madre de los in­sul­tos que es­ta había recibido de Níobe. An­fión, ane­ga­do en pro­fun­do do­lor, se sui­cidó.

AN­FITRIÓN
Héroe de­scen­di­ente de Perseo. Se casó con Al­cme­na, hi­ja de Elec­trión y ni­eta de Perseo. An­fitrión mató al padre de su mu­jer y tu­vo que huir de Tir­in­to, su ciu­dad na­tal, para es­capar de la ven­gan­za de Es­téne­lo, her­mano de Elec­trión. Hal­ló refu­gio en Tebas, donde fue bi­en recibido por el rey Cre­onte. Des­de al­lí em­prendió la guer­ra con­tra los Tele­boides o Tafios, re­os de la muerte de los her­manos de Al­cme­na. Du­rante su ausen­cia, es­ta recibió la visi­ta de Zeus, que tomó la figu­ra de su mari­do, y dio a luz a Her­acles. An­fitrión murió más tarde en la guer­ra con­tra los min­ios de Or­có­meno.

AN­FITRITE
Una de las Nerei­das, hi­ja de Nereo y de Dóride, y es­posa de Po­sei­dón. Nar­ra la leyen­da que el rey del mar la vio dan­zar con sus her­manas en la is­la de Nax­os y se en­am­oró has­ta el pun­to de rap­tar­la. Según otros, la diosa había hui­do, se ocultó en el monte At­lante o en ale­jadas pro­fun­di­dades mari­nas, pero fue de­scu­bier­ta por el delfín de Po­sei­dón y de­vuelta al dios. Su cul­to no se in­tro­du­jo en Ro­ma, donde la mu­jer de Nep­tuno se llam­aba Sala­cia.

ANGERONA
En la mi­tología ro­mana, di­vinidad de la dis­cre­ción y del si­len­cio que deben acom­pañar a los ac­tos del amor sat­is­fe­cho. Se rep­re­senta­ba, gen­eral­mente, co­mo una mu­jer joven, desnu­da y con un de­do en los labios para in­dicar si­len­cio. To­dos los años se le ded­ica­ba una fi­es­ta el doce de di­ciem­bre. Su es­tat­ua es­ta­ba en el tem­plo de Volu­pia, di­vinidad ro­mana con la que a menudo era con­fun­di­da.

AN­ICE­TO
Hi­jo de Her­acles y de Hebe. El héroe leg­en­dario lo en­gen­dró cuan­do fue trans­for­ma­do en in­mor­tal, por Zeus, y lo acogió en el Olimpo.

AN­NA PEREN­NA O PER­AN­NA
Di­vinidad ro­mana, sim­boliza el año que siem­pre se renue­va. Se la in­vo­ca para obten­er una larga vi­da, fe­li­ci­dad y abun­dantes cosechas. Según la tradi­ción, se iden­ti­ficó a la diosa con la her­mana de Di­do, quien, de­spués del sui­cidio de es­ta, se refugió en Mal­ta, en la corte del rey Bac­to, para huir de su her­mano Pig­mal­ión. Más tarde se em­bar­có de nue­vo, pero un naufra­gio la obligó a lle­gar has­ta las costas de La­cio. Al­lí, acogi­da cortés­mente por Eneas, des­pertó los ce­los de su es­posa Lavinia. Recibió una ad­ver­ten­cia en sueños de Di­do (ex­hortán­dola a aban­donar el pala­cio de Eneas), y así se ar­ro­jó a las aguas del río Nu­mi­cio, que la ocultó en­tre sus fragosi­dades. Nu­mi­cio, di­viniza­do, se con­vir­tió en su es­poso.

AN­QUÍ­NOE
Hi­ja del Ni­lo. Este nom­bre sig­nifi­ca «fuente de agua cor­ri­ente». Se casó con Be­lo, rey de Egip­to e hi­jo, a su vez, de Li­bia y Po­sei­dón, y de­spués dio a luz a Egip­to y a Dá­nao.

AN­QUIS­ES
Príncipe de la fa­mil­ia reinante de Troya, hi­jo de Capis. Fue ama­do in­ten­sa­mente por Afrodi­ta, de la cual tu­vo a Eneas, que había de ser de­spués el ini­ci­ador de la glo­riosa his­to­ria de Ro­ma. Se cuen­ta que lo cegó un relám­pa­go pre­cisa­mente en el mo­men­to en que se jacta­ba de su unión con la diosa.
En la trág­ica noche del in­cen­dio de Troya, el an­ciano An­quis­es fue sal­va­do azarosa­mente por su hi­jo, que huyó lleván­do­lo so­bre sus hom­bros. Murió en Drepano (Tra­pani).

AN­TEA
Es­posa de Pre­to, lla­ma­da tam­bién Es­tenebea por los trági­cos. Sin­tió un vi­olen­to amor por el joven Belero­fonte, que había si­do acogi­do por Pre­to en la corte de Tir­in­to. Por no quer­er el héroe cor­in­tio ced­er ante sus se­duc­ciones, lo acusó de haber aten­ta­do con­tra su vir­tud. Pre­to re­spetó las leyes de la hos­pi­tal­idad, pero con el fin de ven­garse en­vió al joven a casa de su sue­gro Yó­bates para que lo man­dase matar. Belero­fonte, in­for­ma­do de la maquinación in­fame, quiso ven­garse. Volvió a Tir­in­to, donde fue acogi­do afec­tu­osa­mente por Pre­to, con­sigu­ió hac­er re­vivir en el corazón de An­tea su an­tigua pasión y la con­ven­ció para que le sigu­iese a su nue­vo reino. Una mañana, huyeron mon­ta­dos en el míti­co ca­bal­lo Pe­ga­so; pero, du­rante el vi­aje, Belero­fonte lanzó el ca­bal­lo a un ga­lope de­sen­fre­na­do y, al aprox­imarse al mar, la mu­jer cayó de la sil­la es­trel­lán­dose con­tra las ro­cas.

AN­TEO
Hi­jo de Po­sei­dón y de Gea (la Tier­ra). Este míti­co gi­gante rein­aba en Li­bia y obli­ga­ba a to­dos los que pasa­ban por su ter­ri­to­rio a luchar con­tra él. Le basta­ba to­car con los pies la tier­ra, que le había da­do el ser, para re­sul­tar in­vul­ner­able. Du­rante la em­pre­sa de los bueyes de Ger­ión, Her­acles pasó por Li­bia y el gi­gante lo de­safió. Para de­shac­erse de él, lo man­tu­vo lev­an­ta­do del sue­lo y lo as­fix­ió con la poderosa fuerza de sus bra­zos mien­tras lo man­tenía en el aire.

AN­TEROS
Her­mano de Eros, dios del amor. Era ven­er­ado co­mo dios del amor cor­re­spon­di­do, co­mo su nom­bre in­di­ca. Otros lo con­sid­er­an una per­son­ifi­cación del dios en­emi­go del amor.

AN­TI­CLEA
Hi­ja de Autóli­co, a su vez hi­jo de Her­mes. Poseía nat­uraleza div­ina. Se casó con Laertes y dio a luz al héroe griego Ulis­es. Du­rante una de las eta­pas de su largo pere­gri­nar, este llegó has­ta las puer­tas del Hades y tu­vo ocasión de ver a var­ios di­fun­tos cono­ci­dos; habló tam­bién con su madre, que le dio noti­cias de Laertes, de Pené­lope y de Telé­ma­co.

AN­TÍG­ONA
Hi­ja de Edipo y de Yocas­ta. Del­ica­da jovenci­ta, de án­imo gen­eroso e in­cli­na­do a la piedad. Sigu­ió y cuidó a su padre ciego en su pere­gri­nar has­ta Colona, donde murió. De­spués de la muerte de Edipo, sus hi­jos Eteo­cles y Polin­ice se pusieron de acuer­do para reinar por turnos du­rante un año en Tebas, pero uno de el­los no re­spetó el pacto. Com­bat­ieron en du­elo y se mataron mu­tu­amente. Cuan­do su tío Cre­onte llegó a ser rey de Tebas, or­denó que el cuer­po de Polin­ice, que había si­do el primero en sitiar la ciu­dad, sirviese de pas­to a los per­ros y a los buitres. An­tíg­ona trató de opon­erse al im­pío y, sigu­ien­do sus im­pul­sos com­pa­sivos, dio sec­re­ta­mente sepul­tura al cadáver de su her­mano. Con­de­na­da, co­mo cas­ti­go por su des­obe­di­en­cia, a ser en­ter­ra­da vi­va, se ahor­có.

AN­TÍLO­CO
Guer­rero griego, hi­jo del sabio Nés­tor y ami­go ín­ti­mo de Aquiles. Par­ticipó valerosa­mente en di­ver­sas em­pre­sas du­rante la guer­ra de Troya; al­lí lo mató Mem­nón, rey de los etíopes; lo en­ter­raron en un tú­mu­lo jun­to a Aquiles y Pa­tro­clo.

AN­TÍNOO
El prin­ci­pal y el más au­daz de los Pro­cios, pre­ten­di­entes de Pené­lope du­rante la ausen­cia de Ulis­es de Íta­ca. Cuan­do este hubo su­per­ado la prue­ba im­pues­ta por Pené­lope —en­sar­tar los doce anil­los de las se­gures plan­tadas en el sue­lo con el viejo ar­co del pro­pio Ulis­es—, di­rigió el ar­co con­tra An­tínoo atrav­es­án­do­lo y dan­do así la señal para comen­zar la matan­za.

AN­TÍOPE
Véase Hipóli­ta.De­scen­di­ente de Cad­mo e hi­ja del rey de Tebas Nicteo y de Polixo. Famosa por su deslum­brado­ra belleza, im­pre­sionó a Zeus. El dios, en­am­ora­do de el­la, la se­du­jo toman­do la figu­ra de un sátiro. Tu­vieron dos hi­jos, An­fión y Ze­to. An­tíope huyó de la cólera de su padre, que había de­scu­bier­to sus amores furtivos con el rey de los dios­es, y en­con­tró asi­lo jun­to al rey de Sición, Epopeo, que, aun sa­bi­en­do que es­ta­ba em­baraza­da, no vac­iló en casarse con el­la. Es­tal­ló una guer­ra en­tre Epopeo y Nicteo, en la que am­bos murieron. Li­co, her­mano de Nicteo, se en­car­gó de de­volver a su pa­tria a An­tíope, que du­rante el vi­aje de re­gre­so dio a luz en el Citerón a los dos geme­los hi­jos de Zeus. Al lle­gar a Tebas, Li­co se casó con An­tíope, a la que, sin em­bar­go, re­pudió más tarde para casarse con Dirce. Es­ta la con­vir­tió en su es­cla­va. Cuan­do pu­do huir con la pro­tec­ción de Zeus, An­tíope se re­unió con sus hi­jos en el Citerón y, rev­ela­da su per­son­al­idad, pidió que la ven­gasen. Tan­to se ex­al­taron que, tras re­unir un ejérci­to, con­quis­taron Tebas, mataron a Li­co y, de­spués de atar a Dirce a los cuer­nos de un toro, la con­denaron a un su­pli­cio atroz y mor­tal. Según otra leyen­da, Dirce se en­cam­inó al Citerón para tomar parte en una cel­ebración en hon­or de Dion­iso y al­lí en­con­tró a la es­cla­va fugi­ti­va. Or­denó que, para cas­ti­gar­la, la atasen a los cuer­nos de un toro, pero los que de­bían eje­cu­tar la or­den er­an pre­cisa­mente An­fión y Ze­to. Re­conocieron a su madre y colo­caron en­tre los cuer­nos del an­imal a la propia Dirce. Los dios­es del Olimpo, sin em­bar­go, in­dig­na­dos ante el bár­baro fin de la mu­jer, la trans­for­maron en fuente, que brotó en las cer­canías de Tebas y llevó su nom­bre. Dion­iso, a quien Dirce había trib­uta­do hon­ores es­pe­ciales, hi­zo en­lo­que­cer a An­tíope. Se dice que la mu­jer, de­mente y errabun­da, recor­rió gran parte de Gre­cia; la locu­ra no amor­tiguó su belleza, por lo que, cuan­do llegó a Cor­in­to, el rey Fo­cas, al ver­la, se en­am­oró de el­la, la con­vir­tió en su es­posa y con­sigu­ió sa­narla de la de­men­cia con que Dion­iso la había cas­ti­ga­do para ven­gar la muerte de Dirce.

APIS
Di­vinidad egip­cia, rep­re­sen­ta­da por una figu­ra de toro com­ple­ta­mente ne­gro, con­sagra­do al dios Ser­apis. En el tem­plo de Men­fis se guard­aba un toro al que se con­sid­er­aba co­mo el dios mis­mo y al que los sac­er­dotes ofrecían al­imen­tos y be­bidas en va­sos de oro. Cuan­do el toro ne­gro moría, to­do Egip­to vestía de lu­to, has­ta que se con­seguía en­con­trar otro an­imal idén­ti­co que pud­iese ocu­par el lu­gar del dios Apis.

APO­LO
Hi­jo de Zeus y de Leto (La­tona), her­mano geme­lo de Ártemis, nació jun­to al monte Cin­to en la is­la de De­los. Se cuen­ta que La­tona, persegui­da por los ce­los de Hera, tu­vo que pere­gri­nar du­rante largo tiem­po de un lu­gar a otro, a fin de en­con­trar un lu­gar se­guro para dar a luz. De­los había si­do, has­ta en­tonces, una enorme ro­ca que flota­ba en el Océa no. De­spués del nacimien­to de Apo­lo y de Ártemis, Po­sei­dón le dio es­ta­bil­idad fi­ján­dola con fuertes colum­nas hin­cadas en el fon­do del mar. Cuan­do nació el dios, al­gunos cisnes sagra­dos dieron si­ete ve­ces la vuelta a la is­la volan­do, el sép­ti­mo día del mes; luego lo con­du­jeron a su país a oril­las del Océano, jun­to a los Hiper­bóre­os, que vivían en paz y jus­ti­cia ba­jo un cielo siem­pre puro. Con fre­cuen­cia Apo­lo volvía al­lí para in­vernar, de lo cual deri­va su so­brenom­bre de Hiper­bóreo. En el hi­jo de Zeus, el Cielo, y de La­tona, la Noche, los an­tigu­os sim­bolizaron el mi­la­gro deslum­brante de la luz. Al de­spun­tar la au­ro­ra, Apo­lo monta­ba en su car­ro tira­do por blan­cos ca­bal­los al­ados e ini­cia­ba su as­cen­sión ha­cia el cen­tro del cielo y otor­ga­ba a su pa­so luz y calor a la tier­ra. Era ven­er­ado co­mo Targe­lo, por los ben­efi­cios que pro­ducía en la veg­etación y co­mo el de­struc­tor de los ra­tones (Esminteo) y de los salta­montes (Parnoplio). Co­mo dios de la luz tu­vo que en­frentarse con los mon­stru­os de las tinieblas. Cuan­do con­ta­ba só­lo cu­atro días de vi­da, mató en un valle, al pie del Par­na­so, a la ser­pi­ente Pitón, naci­da del limo de la tier­ra de­spués del dilu­vio, que Hera había saca­do de las tinieblas para que luchase con­tra él. La ser­pi­ente in­festa­ba el lu­gar sagra­do de Delfos, donde de­bía apare­cer el orácu­lo de Apo­lo. En con­mem­oración de es­ta haz­aña, el dios recibió el so­brenom­bre de Pitio, llamán­dose tam­bién Pitia a la Sibi­la, y jue­gos Píti­cos a los que se cel­ebra­ban en Delfos para recor­dar la vic­to­ria del hi­jo de La­tona. De la mis­ma man­era que con­seguía dis­per­sar las tinieblas de la noche, Apo­lo ahuyenta­ba la ig­no­ran­cia con su arte adiv­ina­to­ria, rev­elando la vol­un­tad de Zeus; en él se in­spira­ban la Sibi­la y los adi­vi­nos. Además de Delfos, que fue siem­pre el lu­gar más im­por­tante, sus orácu­los es­ta­ban ex­ten­di­dos por mu­chos país­es; había uno, por ejem­plo, cer­ca de Colofón, otro jun­to a Mile­to, otros en la región de Troya, en Li­cia y en di­ver­sos lu­gares del con­ti­nente heléni­co. Los an­tigu­os, además de ocu­parse del es­píritu, se ocu­paron tam­bién del cuer­po y con­sid­er­aron a Apo­lo co­mo pro­gen­itor de los médi­cos y padre de As­cle­pio (en latín Es­cu­la­pio). Este aprendió el arte de la medic­ina del cen­tau­ro Quirón, a quien su padre lo había con­fi­ado de­spués de la muerte de la madre, Corónides. Sin em­bar­go, cuan­do este quiso so­brepasar los límites de la nat­uraleza de­volvien­do la vi­da a los muer­tos, se granjeó las iras de Zeus, que con un rayo lo hundió en el Hades. Apo­lo, para ven­gar a su hi­jo, mató con sus flechas a los Cí­clopes que habían for­ja­do el rayo de Zeus.

Co­ex­is­ten en Apo­lo dos as­pec­tos. Es el de­fen­sor de la salud y del or­den, de las leyes y de la jus­ti­cia, pero provo­ca tam­bién la muerte, la peste y la ru­ina. El dios fue cas­ti­ga­do dos ve­ces con el ex­ilio en­tre los mor­tales. La primera vez cuan­do con­spiró con Po­sei­dón, Hera y Ate­nea para en­ca­denar a Zeus y de­jar­lo sus­pendi­do en el cen­tro del cielo. La con­ju­ra fra­casó y, jun­to con Po­sei­dón, tu­vo que ayu­dar al rey de Troya, Laome­donte, a con­stru­ir las mu­ral­las de la ciu­dad. Ter­mi­na­do el tra­ba­jo, los dos dios­es pi­dieron una rec­om­pen­sa al rey, pero este re­husó ame­nazán­doles con cor­tar­les las ore­jas y vender­les co­mo es­clavos si in­sistían. Más tarde, Apo­lo se vengó de la ciu­dad y de la di­nastía. En cas­ti­go por haber mata­do a los Cí­clopes, Zeus le mandó a tra­ba­jar co­mo pas­tor en casa del buen rey Ad­me­to de Feres, en Tesalia. Du­rante un año, Apo­lo guardó los re­baños, que pros­per­aron ex­traor­di­nar­ia­mente en aquel pe­ri­odo, ll­evan­do la abun­dan­cia a la casa del rey. Sin em­bar­go, un día, mien­tras Apo­lo guard­aba los an­imales co­mo de cos­tum­bre, se dur­mió a causa del bo­chorno ago­biante. Her­mes le robó cin­cuen­ta her­mosas cabezas de gana­do. Para aplacar al dios, que ame­naz­aba con matar­lo, el ladrón le re­galó un ca­parazón de tor­tu­ga en el cual es­ta­ban colo­cadas al­gu­nas cuer­das ten­sas, su­je­tas con clav­ijas; fue la primera cí­tara. Apo­lo no quiso sep­ararse nun­ca de el­la y llenó de ar­monía el Olimpo y la tier­ra. Al ex­ten­der­se sus atrib­utos de sanador de cuer­pos y es­píri­tus, Apo­lo se con­vir­tió en pro­tec­tor de to­do cuan­to es­ta­ba su­je­to a las re­glas de la pro­por­ción y del rit­mo en la tier­ra, y tenía el poder de in­fundir paz y tran­quil­idad en los án­imos, es de­cir, la músi­ca, la poesía, el can­to, el arte de ed­ificar y el de re­pro­ducir la figu­ra de los dios­es. Di­rigió el coro de las Musas y residía con el­las en el He­licón. De ahí su tí­tu­lo de Musage­ta. Fue de­safi­ado co­mo músi­co por Pan, ex­per­to en la flau­ta fab­ri­ca­da con cañas. Mi­das, rey de Frigia, hi­zo de juez y en­tregó el pre­mio al vel­loso, al de las patas de cabra. En ven­gan­za, Apo­lo hi­zo que le cre­ciesen ore­jas de as­no.

Otra com­peti­ción tu­vo lu­gar en­tre el dios y el sátiro fri­gio Mar­sias, há­bil flautista. Mar­sias re­sultó ven­ci­do y Apo­lo, im­pla­ca­ble, atán­do­lo a un ár­bol, lo des­ol­ló vi­vo. Con es­ta leyen­da de sig­nifi­ca­do míti­co y moral se pre­tendía at­es­tiguar una supremacía de la músi­ca gr­ie­ga so­bre la asiáti­ca, de la no­ble cí­tara so­bre la flau­ta sil­vestre, mien­tras que se ad­vertía que no se tenía que in­ten­tar lo im­posi­ble. Nu­merosas y gen­eral­mente in­for­tu­nadas son las leyen­das so­bre los amores de Apo­lo. Se en­am­oró de la nin­fa Dafne, trans­for­ma­da en lau­rel por la Tier­ra, cuan­do el dios es­ta­ba a pun­to de poseer­la. Des­de en­tonces, el lau­rel es­tu­vo con­sagra­do a Apo­lo y con él se coro­na­ba a los héroes y po­et­as. Corónides, que con­cibió a su hi­jo As­cle­pio, lo traicionó con un mor­tal, atrayén­dose la ven­gan­za de Apo­lo y la muerte. Apo­lo se prendó tam­bién de Casan­dra, hi­ja del rey Príamo, y, para se­ducir­la, se ofre­ció a en­señar­le el arte de la adiv­inación. Casan­dra acep­tó, pero no cumplió lo pacta­do, por lo cual Apo­lo la cas­tigó quitán­dole el don de la per­suasión; pro­fe­ti­za­ba pero nadie la creía; Apo­lo no amó tan só­lo a mu­jeres, sino tam­bién a al­gunos don­ce­les, en­tre los cuales los más céle­bres son Jac­in­to y Cipariso, cuya muerte, o mejor aún, cuya meta­mor­fo­sis —el primero se trans­for­mó en flor homón­ima y el se­gun­do en ciprés— lo afligieron pro­fun­da­mente. Apo­lo era rep­re­sen­ta­do co­mo un joven bel­lísi­mo, de figu­ra atrayente y ar­mo­niosa, de ros­tro sereno e in­spi­ra­do. Según sus dis­tin­tos atrib­utos aparecía so­bre el car­ro so­lar, con la cí­tara y el lau­rel o jun­to al trípode en el que se apoy­aba la Sibi­la para pro­fe­ti­zar. Su cul­to fig­uró en­tre los más di­fun­di­dos en las di­ver­sas re­giones de Gre­cia; en Delfos, en el valle de Tem­po, en Cre­ta, en De­los y en las costas de Asia Menor era hon­ra­do su nom­bre. Le es­ta­ban ded­ica­dos el cisne, la pal­ma y el lau­rel.

Los ro­manos no tar­daron en acoger en el pan­teón de sus dios­es al Apo­lo griego y lo vener­aron con el nom­bre de Febo, una de las may­ores di­vinidades del Olimpo ro­mano, con sus tres atrib­utos de adi­vi­no, médi­co y pro­tec­tor de las Musas. Du­rante la guer­ra con­tra Carta­go se in­sti­tuyeron los jue­gos Apolinares, in­spi­ra­dos en los Píti­cos. Au­gus­to lo ven­eró de man­era es­pe­cial porque creía que la vic­to­ria de Ac­cio de­bía atribuirse a su in­ter­ven­ción, y mandó con­stru­ir un tem­plo en su hon­or so­bre el Palati­no.
En las artes fig­ura­ti­vas Apo­lo aparece rep­re­sen­ta­do con fre­cuen­cia has­ta el pun­to de que su icono­grafía su­pera a la de Zeus, su padre. No ha habido pin­tor, es­cul­tor ni artista que no le haya ded­ica­do una parte no­table, aca­so la mejor, de su tal­en­to. Recor­dare­mos las obras más im­por­tantes que han lle­ga­do has­ta nosotros: la Cabeza de Apo­lo, del siglo V, es­tá en el Museo Bar­ro­co de Ro­ma; la Crátera áti­ca con Apo­lo, Dion­iso y Her­mes y El Apo­lo de Veyo del siglo V, en el Museo de Vil­la Ju­lia de Ro­ma; el Apo­lo Citare­do, bronce del siglo V y el Apo­lo de Belvedere —la más her­mosa de las es­tat­uas— am­bas en el Museo Vat­icano de Ro­ma; el Apo­lo Citare­do de Pom­peya, en el Museo Na­cional de Nápoles; el Apo­lo del fron­tón del tem­plo de Zeus, en Olimpia; el Apo­lo lla­ma­do Pitión, del siglo V, en el Museo Na­cional de Ate­nas; el Apo­lo Sauróctono de Praxíte­les; el Apo­lo Musege­ta del siglo IV; el Apoli­no en la Galería de los Uf­fizi de Flo­ren­cia; el Apo­lo de Calámide en el Museo Capi­toli­no de Ro­ma. En pin­tu­ra son cono­ci­dos los cuadros: Apo­lo y las Musas en la Galería de Arte Mod­er­no de Milán y Dafne y Apo­lo en la Pina­cote­ca de Br­era en Milán. En gen­er­al, Apo­lo ha si­do siem­pre mo­ti­vo de in­spiración para los artis­tas.

AP­SIR­TO
Hi­jo de Eetes y her­mano de Medea, as­esina­do por es­ta, que lo cortó a tro­zos y lo ar­ro­jó al camino para re­tar­dar la per­se­cu­ción de su padre mien­tras huía con Jasón.

AQUE­LOO
El más im­por­tante de los ríos grie­gos, ac­tual­mente lla­ma­do As­propó­ta­mo. Nace en Peri­steri, cruza, for­man­do un am­plio valle, la región del Pin­do y de­sem­bo­ca en el gol­fo de Pa­trás en el mar Jóni­co. Hi­jo de Océano y Tetis, diosa del mar, se le con­sid­er­aba el rey de los ríos y era bas­tante ven­er­ado. Adop­ta di­ver­sos as­pec­tos: de leop­ar­do, de ser­pi­ente y de toro. En su fig­uración de toro luchó con­tra Her­acles por la pos­esión de Deyani­ra, pero fue der­ro­ta­do.

AQUEO
Hi­jo de Ju­to y de Creúsa, so­bri­no de Héleno, fue el fun­dador de los aque­os.
AQUE­RONTE
Nom­bre an­tiguo de al­gunos ríos de Gre­cia. El más cono­ci­do, el ac­tu­al Mecropó­ta­mo del Epiro, tiene un cur­so sal­va­je, en parte sub­ter­rá­neo, y for­ma la mefíti­ca la­gu­na de Aque­ru­sia. Con­sid­er­ado el may­or de los cin­co ríos in­fer­nales, da­ba ac­ce­so al Hades. Las al­mas de los muer­tos, al ser in­cin­er­ados o in­hu­ma­dos, er­an ad­mi­ti­das en la trav­es­ía uti­lizan­do la bar­ca de Caronte. Aque­ronte fue per­son­ifi­ca­do co­mo hi­jo de Deméter y trans­for­ma­do en río co­mo cas­ti­go por haber ofre­ci­do agua a los Ti­tanes cuan­do es­calaron el cielo.
Aquiles

AQUILES
El más céle­bre de los héroes leg­en­dar­ios de Gre­cia. Hi­jo de Peleo, rey de los mir­mi­dones de Tesalia, y de Tetis, una de las Nerei­das. Su madre, para hac­er­lo in­vul­ner­able, lo sumergió en la Es­ti­gia, su­jetán­do­lo por el talón, por lo que este re­sultó ser el úni­co pun­to vul­ner­able de su cuer­po. Su ed­ucación y adies­tramien­to se los con­fió al cen­tau­ro Quirón y a Fénix. Para im­pedirle par­tic­ipar en la guer­ra de Troya, donde sabía que es­ta­ba des­ti­na­do a morir, su madre Tetis lo ocultó, dis­fraza­do con vestiduras fe­meni­nas, en la corte de Li­comedes, rey de Es­ciro. De­scu­bier­to por el as­tu­to Ulis­es, par­tió con él en la ex­pe­di­ción de Troya, en la que pron­to se rev­eló co­mo el más efi­caz de­fen­sor de los grie­gos con­tra los troy­anos. Pero su ira era tan im­pla­ca­ble co­mo valeroso, in­su­per­able y fer­oz era en la batal­la. Ir­ri­ta­do con­tra Aga­menón, que le había obli­ga­do a ced­er­le la es­cla­va Bri­sei­da, en susti­tu­ción de Cri­sei­da, que el mis­mo Aga­menón había resti­tu­ido a su padre, el sac­er­dote Crises, airada­mente se negó a com­bat­ir, a pe­sar de los reveses sufri­dos por los grie­gos. Só­lo la muerte de su amadísi­mo Pa­tro­clo, a manos de Héc­tor, des­pertó de nue­vo su fu­ria guer­rera y ven­gado­ra. Revesti­do con nuevas ar­mas, re­sp­lan­de­cientes y poderosas, que Tetis había en­car­ga­do ex­pre­sa­mente a Hefesto, Aquiles em­pezó a causar es­tra­gos en­tre los troy­anos, luego se en­fren­tó con Héc­tor y lo mató. Mal­trató repeti­das ve­ces el cadáver en pres­en­cia de los pro­pios troy­anos y de Príamo y Hécu­ba, padres de Héc­tor. Su afán de ven­gan­za se aplacaría tras las solemnes hon­ras fúne­bres trib­utadas a Pa­tro­clo. Pos­te­ri­or­mente, de­mostraría una piedad pro­fun­da y pen­sati­va —pre­sa­gio de su in­mi­nente fin— ha­cia Príamo, el an­ciano rey, que le su­pli­ca­ba que le de­volviera el cadáver de su hi­jo. Aquiles, lleno de dig­nidad, se lo con­cedió. Llo­ran jun­tos, el an­ciano, de pe­sar por la muerte de su hi­jo Héc­tor; el héroe griego, de do­lor pen­san­do en su viejo y le­jano padre, a quien no volverá a ver. Aquiles ac­tuó en ade­lante presin­tien­do su fin in­mi­nente; poco de­spués moriría, efec­ti­va­mente, en manos de Paris. El hi­jo de Príamo (pre­cisa­mente en los in­stantes que prece­den a la ru­ina de su ciu­dad, ar­rasa­da y dev­as­ta­da por los grie­gos) lo herirá en el talón con una flecha provocán­dole la muerte.

AQUILÓN
Vien­to del nordeste, lla­ma­do tam­bién Bóreas, di­viniza­do, co­mo los otros vien­tos, por la fan­tasía de los grie­gos.

ARAC­NE
Muchacha lidia. Aprendió de Ate­nea el arte de tejer y al­canzó tal peri­cia que se jac­tó de haber su­per­ado a la propia diosa. Es­ta, celosa de su su­pe­ri­or­idad, habién­dola oí­do, la vis­itó en figu­ra de an­ciana ru­gosa y, rev­elando ser la diosa, la de­safió a un con­cur­so de de­streza. Arac­ne acep­tó. Ate­nea rep­re­sen­tó so­bre la tela con la agu­ja y con lanas de col­ores el es­plen­dor del Olimpo y de los dios­es; Arac­ne, en cam­bio, rep­re­sen­tó con riqueza de mat­ices y de tonal­idades los amores de los dios­es, re­sul­tan­do su obra tan per­fec­ta que la propia Ate­nea, vién­dose igual­ada, en ím­petu de en­vid­iosa ir­ritación de­struyó la tela, rompió el telar y trans­for­mó a la muchacha en araña, con­denán­dola por to­da la eternidad a tejer finísi­mas e iridis­centes telas.

ARARA­CO
Hi­jo de Tros y de Calír­roe, de quien de­sciende la fa­mil­ia re­al de los troy­anos. Arara­co, por su parte, gob­ernó en Dar­da­nia y en­gen­dró a Capis, cuyo hi­jo fue An­quis­es, padre de Eneas. Tu­vo dos her­manos: Ilo y Ganimedes, que por su belleza fue ar­rebata­do al Olimpo.

AR­CADE
Hi­jo de Zeus y de la nin­fa Cal­is­to. Se le con­sid­era el pro­gen­itor de los ar­ca­dios. La leyen­da dice que el joven, va­liente cazador, es­ta­ba a pun­to de matar por ig­no­ran­cia a su madre, trans­for­ma­da en osa por la celosa Hera. Los gemi­dos de la fiera lo de­tu­vieron; Zeus in­ter­vi­no trans­for­man­do a Ar­cade en oso que, jun­to con su madre, fue traslada­do al cielo, donde ocu­pa un lu­gar en­tre las con­stela­ciones (Osa May­or y Osa Menor).

AREÓ­PA­GO
La col­ina de Ate­nas con­sagra­da a Ares, de quien deri­va su nom­bre. Este lu­gar llegó a ser, tras al­gunos acon­tec­imien­tos míti­cos —el juicio de to­dos los dios­es ac­er­ca de Ares y el de los Are­opag­itas, es de­cir, los miem­bros del Areó­pa­go, al que fue someti­do Orestes de­spués del par­ri­cidio—, la sede del más an­tiguo y del máx­imo tri­bunal de Ate­nas, que juz­ga­ba los deli­tos de san­gre. Más tarde, al pare­cer a raíz de las re­for­mas de Solón, el cele­bér­ri­mo leg­is­lador ate­niense, el Areó­pa­go de­sem­peñó las fun­ciones de supre­ma vig­ilan­cia, in­clu­so so­bre las ac­tivi­dades ad­min­is­tra­ti­vas y re­li­giosas de la ciu­dad-​es­ta­do. Los miem­bros cel­ebra­ban sus se­siones de noche, al aire li­bre, y su juicio era in­apelable.

ARES (MARTE)
Hi­jo de Zeus y de Hera. Con­sid­er­ado el dios de la guer­ra en su as­pec­to más be­li­coso, goz­aba con la vista de la san­gre y de las cru­en­tas matan­zas. Tenía una figu­ra gi­gan­tesca y una po­tente voz. Ll­ev­aba coraza y yel­mo con cimera ro­jiza; iba ar­ma­do con una lan­za o es­pa­da y, a ve­ces, se le veía guiar un car­ro, cuyas ruedas es­ta­ban ar­madas con ho­ces cor­tantes. Le acom­paña­ban dos de­mo­ni­os de ros­tros lívi­dos, que le servían de es­cud­eros: Deimo y Fobo (es de­cir, la per­son­ifi­cación del es­pan­to y del temor), que ll­ev­aban láti­gos he­chos de ser­pi­entes. Tam­bién iba jun­to a él su her­mana Eris, la Dis­cor­dia, y Enyo, diosa de las matan­zas, que be­bía la san­gre de los caí­dos y de­spedaz­aba sus miem­bros. A menudo, los grie­gos se com­placían en rep­re­sen­tar a Ares ven­ci­do, con su fuerza bru­tal con­teni­da y en­gaña­da por el val­or más in­teligente de Her­acles (Hér­cules) o por la sabiduría de Ate­nea, que hi­zo que Diomedes le hiri­era ante los muros de Troya. Otra vez, com­bat­ió con­tra Her­acles ll­evan­do la pe­or parte.

El héroe había mata­do a su hi­jo Ci­cno y Ares in­ter­vi­no para de­fend­er­lo, pero fue heri­do en el mus­lo y tu­vo que re­ti­rarse de la lucha. Las leyen­das con ref­er­en­cias al dios Ares no son nu­merosas y su cul­to no es­ta­ba muy di­fun­di­do en Gre­cia. Era ven­er­ado es­pe­cial­mente en Tebas, donde tu­vo un man­an­tial cus­to­di­ado por un dragón, hi­jo suyo. Cuan­do Cad­mo llegó a Gre­cia, proce­dente de Siria, quiso coger agua de dicha fuente para cel­ebrar un sac­ri­fi­cio, pero el dragón trató de impedírse­lo. Cad­mo lo mató, pero en ex­piación tu­vo que servir a Ares co­mo es­cla­vo du­rante si­ete años. Al fin de este pe­ri­odo ob­tu­vo co­mo es­posa a Har­monía, hi­ja de Ares y de Afrodi­ta. A es­ta unión se re­mon­ta el ori­gen de la fa­mil­ia re­al tebana. En Ate­nas ex­istía un lu­gar que ll­ev­aba el nom­bre del dios: el Areó­pa­go o col­ina de Ares. A sus pies cor­ría un man­an­tial, jun­to al que Ares de­scubrió un día a un hi­jo de Po­sei­dón cuan­do in­tenta­ba forzar a Alcipe, la hi­ja que él había tenido con Aglau­ro. Para de­fend­er­la, Ares se pre­cip­itó so­bre el joven y lo mató. Po­sei­dón lo citó en­tonces ante un tri­bunal for­ma­do por to­dos los dios­es del Olimpo, que se re­unió en la mis­ma col­ina. Ares fue ab­suel­to. Sin em­bar­go, para recor­dar el suce­so la col­ina se llamó Areó­pa­go. Con re­spec­to a los amores de Ares con Afrodi­ta ex­is­ten dos ver­siones. Home­ro cuen­ta que, cuan­do Ares con­sigu­ió en­am­orar a la bel­la y capri­chosa Afrodi­ta, fue sor­pren­di­do por el mari­do de es­ta, Hefesto, a quien He­lios, el sol que to­do lo ve, había rev­ela­do las rela­ciones ilíc­itas. Hefesto cap­turó en una red de mal­las in­vis­ibles a los dos amantes, ex­ponién­do­los así a la ir­risión de to­dos los in­mor­tales. Otros, en cam­bio, re­fieren que Ares fue el mari­do legí­ti­mo de Afrodi­ta y que de el­los nació Har­monía, que co­mo ya hemos di­cho fue otor­ga­da por es­posa a Cad­mo, dan­do ori­gen a los reyes de Tebas.

Los hi­jos de Ares tu­vieron de­fec­tos pe­ores que los pa­ter­nos. Además de Ci­cno, a quien mató Her­acles, se decía que Ares fue padre del sal­va­je rey tra­cio Diomedes, el que al­imenta­ba a sus ca­bal­los con carne hu­mana, y del rey tesaliano Fle­gias, frustra­do in­cen­di­ario del tem­plo de Apo­lo. Tam­bién las Ama­zonas, por su amor a la guer­ra y su fiereza, er­an con­sid­er­adas hi­jas de Ares. El dios itáli­co iden­ti­fi­ca­do con Ares es Marte, que, al pare­cer, fue en su ori­gen el dios de la veg­etación pri­mav­er­al que vencía la es­ter­il­idad del in­vier­no. Sin em­bar­go, en la be­li­cosa Ro­ma pasó a ser el dios de la guer­ra ante to­do, ba­jo la in­flu­en­cia del Ares griego. Le es­ta­ba con­sagra­do el mes de mar­zo, en el cual se cel­ebra­ban sus fi­es­tas; a su cul­to es­ta­ban ded­ica­dos los sac­er­dotes Salios y el fla­men de Marte. Su im­por­tan­cia se fue ha­cien­do may­or has­ta lle­gar a ser el dios más poderoso de­spués de Zeus. Su cal­ifica­ti­vo más us­ado era el de Gradi­vus («el que se lan­za al com­bate»). In­vo­ca­do antes de comen­zar la batal­la, se le con­sagra­ba parte del botín, y en ca­so de der­ro­ta, es­ta se atribuía a su in­flu­en­cia ad­ver­sa; se trata­ba en­tonces de aplacar su supues­ta cólera con grandes sac­ri­fi­cios. Co­mo com­pañeras suyas se cita­ban al­gu­nas di­vinidades: Me­tus y Pa­vor (per­son­ifi­cación del miedo y del es­pan­to), que re­cuer­dan a Deimo y Fobo, Hon­os y Vir­tud (per­son­ifi­cación del hon­or y del val­or), la diosa Vic­to­ria (ev­iden­te­mente sig­no de la vic­to­ria) y Pax (la paz); lo acom­paña­ba tam­bién su her­mana Be­lona, diosa de la guer­ra, equiv­alente a la diosa gr­ie­ga Enyo. Au­gus­to, de­spués de su vic­to­ria so­bre los as­esinos de César, in­sti­tuyó el cul­to a Marte Ul­tore («ven­gador»), dedicán­dole un tem­plo en el Foro. La leyen­da lo hace padre de Ró­mu­lo y Re­mo (naci­dos de Rea Sil­via) y de ahí su apel­ati­vo de Pa­ter. Le es­ta­ba con­sagra­do el Cam­po de Marte, una am­plia plaza en la oril­la izquier­da del Tíber, donde se eje­cuta­ban ejer­ci­cios mil­itares. Tenía nu­merosos tem­plos, el más im­por­tante de los cuales se en­con­tra­ba jun­to a la Puer­ta Cape­na, donde se guard­aba el An­cile. An­imales a él con­sagra­dos er­an el lobo, el ca­bal­lo y el pá­jaro carpin­tero. De or­di­nario se le rep­re­senta­ba co­mo un joven her­moso y gal­lar­do, de as­pec­to enér­gi­co.

ARE­TUSA
Nin­fa trans­for­ma­da por Ártemis en una fuente de la is­la de Or­ti­gia, cer­ca de Sir­acusa, adonde la sigu­ió Alfeo, dios flu­vial. Este, en­am­ora­do de el­la, tras haber toma­do figu­ra hu­mana, volvió a ser río y atrav­esó el mar, con­sigu­ien­do mezclar sus aguas con las del man­an­tial de la nin­fa. Este mi­to pre­dom­ina en la nu­mis­máti­ca si­cil­iana de los sig­los I y III a. de C.

ARGES
Uno de los Cí­clopes. Lo mis­mo que sus her­manos Brontes y Es­téropes, era una ev­idente di­vinización de los fenó­menos de la elec­tri­ci­dad at­mos­féri­ca. Arges per­son­ifi­ca­ba el rayo.

ARG­ONAU­TAS
Arg­onau­tas
El ci­clo y la leyen­da de los Arg­onau­tas se for­jaron en torno de la figu­ra de Jasón, héroe tesaliano. Su padre Es­ón rein­aba en Yol­co, al pie del monte Pe­lios. Es­ón, de­stron­ado por su her­manas­tro Pelias, hi­jo, según se decía, de Tiro y de Po­sei­dón, tu­vo que re­ti­rarse al ex­ilio. Jasón, co­mo la may­oría de los héroes leg­en­dar­ios, había si­do ed­uca­do por el cen­tau­ro Quirón, a quien lo habían con­fi­ado a es­con­di­das para sal­var­lo de Pelias. Al cumplir los veinte años, aban­donó la cue­va de su mae­stro y se pre­sen­tó, sin darse a cono­cer, en la corte de Yol­co, cuan­do su tío se disponía a cel­ebrar un sac­ri­fi­cio. Iba vesti­do de for­ma un tan­to ex­traña; cu­bier­to con una piel de pan­tera, sostenía una lan­za en ca­da mano y ll­ev­aba descal­zo el pie izquier­do, porque había per­di­do una san­dalia por el camino. Al ver­lo, Pelias se acordó de un orácu­lo que le había acon­se­ja­do guardarse del hom­bre que se pre­sen­tase ante él con una so­la san­dalia. Tras or­denar al vi­ajero que se aprox­imase, le pre­gun­tó cuál creía que de­bía ser el cas­ti­go de quien con­spir­aba con­tra su rey. Jasón re­spondió que había que en­viar­lo a la con­quista del vel­lo­ci­no de oro. Pelias le rev­eló en­tonces que con to­da prob­abil­idad quien con­spir­aba con­tra el rey era él mis­mo, Jasón, y que ya había si­do pro­nun­ci­ada la sen­ten­cia. Jasón se vio obli­ga­do a obe­de­cer de­spués de obten­er de Pelias la prome­sa de que a su re­gre­so re­cu­per­aría el trono ar­rebata­do antes a su padre. Este pre­ci­ado vel­lo­ci­no de oro, cuya con­quista parecía una em­pre­sa im­posi­ble, había perteneci­do a un carnero di­vi­no, al­ado, que Her­mes re­galó en otro tiem­po a Néfele, la primera es­posa de Ata­mante, el rey a quien Zeus en­comen­dara la ed­ucación de Dion­iso. Cuan­do Ino, la se­gun­da mu­jer de Ata­mante, con­sigu­ió con som­brías maquina­ciones que los dos hi­jos de Néfele, Frixo y Hele, fue­sen sac­ri­fi­ca­dos para ale­jar del país una per­ni­ciosa se­quía, Néfele re­galó a sus hi­jos el carnero di­vi­no y al­ado, que los trans­portó a través del cielo.

Sin em­bar­go, Hele, la niña, cayó de cabeza al mar du­rante el vi­aje mien­tras es­ta­ban atrav­es­an­do el es­tre­cho, que por el­la tomó el nom­bre de Hele­spon­to o mar de Hele. Su her­mano Frixo llegó sano y sal­vo a Cólqui­da, en la región del Cáu­ca­so, donde sac­ri­ficó el carnero a Zeus, col­gó el vel­lón del an­imal, que era de lana de oro, en un bosque con­sagra­do a Ares y lo mandó cus­to­di­ar por un ter­ri­ble dragón siem­pre aler­ta. Frixo se casó con Cal­cíope, hi­ja de Eetes, rey de aquel país, que or­denó guardar celosa­mente el vel­lo­ci­no de oro. Para re­alizar su em­pre­sa, Jasón comen­zó pi­di­en­do ayu­da a Ar­gos, el hi­jo de Frixo, y este, acon­se­ja­do por Ate­nea, con­struyó la nave a la que dio nom­bre, dota­da de cual­idades mar­avil­losas. La proa es­ta­ba hecha con un tron­co de una enci­na proféti­ca de Dodona; la propia diosa la había cor­ta­do con­cedién­dole el don de la pal­abra, de for­ma que podía pro­nun­ciar pro­fecías. Mien­tras la con­struían, Jasón re­unió a un gran número de com­pañeros, a los que se llamó Arg­onau­tas o nave­gantes de Ar­gos. En­tre el­los fig­uran los prin­ci­pales héroes de la gen­eración que pre­cedió a la guer­ra de Troya; son los padres de los com­bat­ientes aque­os, com­pañeros de Aga­menón, y otros que fig­uran en el ci­clo tebano, co­mo el adi­vi­no An­fi­arao. Pero los Arg­onau­tas más céle­bres, los que de­sem­peñaron un pa­pel desta­ca­do en la em­pre­sa son: Peleo, rey de los mir­mi­dones; Tideo, padre de Diomedes; Acas­to, rey de Yol­co; Me­lea­gro, el que dio muerte al ja­balí de Calidón; Teseo, rey de Ate­nas; el can­tor tra­cio Or­feo; los Boréadas, Calais y Zetes, los dos hi­jos de Tindáreo; Cás­tor y Pólux, y sus pri­mos Idas y Linceo. Or­feo era el po­eta de la ex­pe­di­ción y As­cle­pio el médi­co, mien­tras que el adi­vi­no ofi­cial era Id­mo­neo, hi­jo del ar­gi­vo Abante. En to­tal, los Arg­onau­tas er­an cin­cuen­ta, es de­cir, tan­tos co­mo los re­mos de la nave que los trans­porta­ba.

El vi­aje comen­zó con fa­vor­ables aus­pi­cios. Los pre­sa­gios in­di­ca­ban que to­dos volverían con vi­da ex­cep­to Id­mo­neo. La primera eta­pa fue la is­la de Lem­nos, que en aque­lla época es­ta­ba habita­da só­lo por mu­jeres, las cuales, en vir­tud de una maldición de Afrodi­ta, habían mata­do a to­dos los hom­bres y es­ta­ban pre­ocu­padas por la con­tinuidad de la es­tirpe. Los Arg­onau­tas fueron acogi­dos con hos­pi­tal­idad y les dieron hi­jos. Luego se di­rigieron ha­cia el Hele­spon­to. El rey de los do­liones, Cíz­ico, los recibió con benev­olen­cia en su país. Sin em­bar­go, la noche sigu­iente, cuan­do los Arg­onau­tas re­anudaron la trav­es­ía, vien­tos con­trar­ios les con­du­jeron de nue­vo sin que el­los lo supier­an al país de los do­liones, que no les re­conocieron y los at­ac­aron, creyén­doles pi­ratas. El rey Cíz­ico acud­ió al oír el fragor de la batal­la y, en la lucha, lo mató Jasón. Al hac­erse de día, am­bos ban­dos re­conocieron su er­ror. Du­rante los tres días suce­sivos los Arg­onau­tas cel­ebraron solemnes fu­nerales por el rey y or­ga­ni­zaron jue­gos fúne­bres en su hon­or. La eta­pa sigu­iente los llevó a la cos­ta de Misia. En el país de los hébri­cos, donde de­sem­bar­caron a con­tin­uación, Pólux fue de­safi­ado por el rey Ámi­co y lo ven­ció. Al día sigu­iente, la nave Ar­gos se vio sacu­di­da por una vi­olen­ta tem­pes­tad y tu­vo que atracar en la cos­ta de Tra­cia, en el reino de Fi­neo. Este era un adi­vi­no ciego al que los dios­es habían he­cho víc­ti­ma de una maldición sin­gu­lar; las Arpías saque­aban su mesa y en­su­cia­ban con sus ex­cre­men­tos to­do lo que no podían ll­evarse. Los Arg­onau­tas pi­dieron a Fi­neo que los in­for­mase so­bre el éx­ito de su ex­pe­di­ción, pero este exigió a cam­bio que lo lib­erasen de las Arpías.

Los dos hi­jos de Bóreas, que er­an al­ados, per­sigu­ieron a los mon­stru­os y, cuan­do los al­can­zaron en las is­las Es troíades, les hicieron ju­rar que no volverían a im­por­tu­nar al rey. Fi­neo rev­eló a sus lib­er­adores cuan­to de­bían saber ac­er­ca del por­venir y los pu­so en guardia con­tra los Semi­plé­gades, dos ar­recifes que se movían con tan­ta ve­loci­dad que difí­cil­mente podía pasar en­tre el­los una nave sin peli­gro de naufra­gio. Reem­pren­di­en­do su vi­aje, los Arg­onau­tas en­con­traron, efec­ti­va­mente, los ar­recifes de los que les había habla­do Fi­neo; para cono­cer la vol­un­tad de los dios­es, en­viaron una palo­ma, que voló en línea rec­ta en­tre los Semi­plé­gades, atrav­es­án­do­los sin sufrir daño. Alen­ta­dos, los Arg­onau­tas in­ten­taron pasar, y lo lo­graron. Des­de aquel día, los Semi­plé­gades quedaron in­móviles, porque según los ha­dos su movimien­to de­bía ter­mi­nar cuan­do una nave con­sigu­iese atrav­es­ar­los. De es­ta man­era, los nave­gantes en­traron en el Pon­to Eu­xi­no. De­spués de otras eta­pas lle­garon a Cólqui­da; en la corte de Eetes, Jasón ex­pu­so al rey el mo­ti­vo de su lle­ga­da. Eetes no se negó a lo que pedían, pero, antes de ced­er­les el vel­lo­ci­no de oro, exigió que el héroe, so­lo y sin ayu­da, un­ciese toros de pezuñas de bronce que lan­za­ban lla­mas por las narices. Es­tos mon­stru­os, re­ga­lo de Hefesto, er­an de una fe­ro­ci­dad ex­trema, y así el rey es­per­aba, ev­iden­te­mente, que Jasón su­cumbiese. Añadió aún una se­gun­da prue­ba; dom­ina­dos los toros, el héroe de­bía arar un cam­po y sem­brar al­lí los di­entes del dragón de Ares. Jasón, per­ple­jo ante la di­fi­cul­tad de las em­pre­sas que le habían prop­uesto, en­con­tró ayu­da en Medea, hi­ja del rey, que sin­tió una vi­olen­ta pasión por él. Le re­galó un bál­samo mági­co que de­bía es­par­cir por to­do su cuer­po para evi­tar las que­maduras y ser in­vul­ner­able.

El­la, que era ma­ga y sac­er­do­ti­sa de Hé­cate, le rev­eló, además, lo que sur­giría de los di­entes del dragón, una vez sem­bra­dos. Así prepara­do, Jasón con­sigu­ió do­mar a los dos toros, arar el cam­po y sem­brar los di­entes. De es­tos, co­mo le había predi­cho Medea, nació un grupo de guer­reros bi­en ar­ma­dos. Es­condién­dose de el­los, Jasón lanzó una piedra en medio del grupo y los guer­reros comen­zaron a acusarse recíp­ro­ca­mente y se mataron un­os a otros. Eetes, en­tre­tan­to, no había man­tenido su prome­sa y es­ta­ba a pun­to de in­cen­di­ar la nave Ar­gos, cuan­do Jasón, con la ayu­da de Medea, se apoderó del vel­lo­ci­no y es­capó, siem­pre acom­paña­do por la muchacha, que había toma­do con­si­go a su her­mano Ap­sir­to. Eetes, fu­rioso por haber si­do burla­do, lo em­pezó a perseguir. Para de­ten­er­lo, Medea mató al pe­queño Ap­sir­to y dis­per­só sus miem­bros por el camino. Eetes se en­tre­tu­vo recogién­do­los y, cuan­do ter­minó, era ya de­masi­ado tarde para al­can­zar a los fugi­tivos. La voz de Ar­gos rev­eló que Zeus es­ta­ba ir­ri­ta­do por la muerte de Ap­sir­to y que era nece­sario que lo pu­rificara la ma­ga Circe, her­mana de Eetes y, por con­sigu­iente, tía del as­esina­do y de Medea. Obe­di­entes, hicieron es­cala en el país de Circe, cer­ca de Gae­ta, en la cos­ta itáli­ca. Circe los pu­rificó y la nave con­tin­uó su camino. Al atrav­es­ar el mar de las Sire­nas, Or­feo can­tó una melodía tan bel­la que nadie se sin­tió ten­ta­do de es­cuchar la voz de las en­can­ta­do­ras. Atrav­es­an­do el es­tre­cho de Mesina, la nave se en­con­tró frente a la is­la de los Fea­cios, donde se había de­tenido un grupo de cólqui­dos que la perseguía, pero Al­cínoo, rey de los Fea­cios, se negó a en­tre­gar­los y los Arg­onau­tas con­tin­uaron la trav­es­ía. Una tem­pes­tad los ar­ras­tró has­ta la rib­era de Sirte, en la cos­ta de Li­bia. Para en­con­trar refu­gio, trans­portaron la nave so­bre sus hom­bros has­ta el la­go Tritón y el dios de di­cho lu­gar, Tritón, les mostró un pa­so a través del cual salieron de nue­vo a mar abier­to. Des­de al­lí hu­biesen queri­do de­sem­bar­car en Cre­ta, pero el gi­gante Ta­los, cuyo cuer­po era de bronce, les im­pidió el ac­ce­so a la is­la. Sin em­bar­go, gra­cias a los en­can­tamien­tos de Medea, el gi­gante res­baló so­bre las ro­cas, dis­locán­dose el to­bil­lo, su úni­co pun­to vul­ner­able, y murió.

Los Arg­onau­tas acam­paron en la oril­la, de­spués de haber con­stru­ido un tem­plo a Ate­nea. Tras al­gunos días de nave­gación, de­sem­bar­can­do una vez en Egi­na, lle­garon fi­nal­mente a Yol­co con el vel­lo­ci­no de oro. La azarosa em­pre­sa había du­ra­do casi dos años. Sin em­bar­go, las aven­turas de Jasón y Medea es­ta­ban lejos de ter­mi­nar. Pelias no quiso cumplir su prome­sa de ced­er el reino a Jasón. Medea con­ven­ció a las hi­jas de aquel de que podían de­volver la ju­ven­tud a su padre y, para de­mostrar­lo, pu­so a co­cer un viejo carnero, cor­ta­do a tro­zos, en un caldero lleno de hi­er­bas mág­icas, del cual surgió un cordero jovencísi­mo. En­tonces, las hi­jas de Pelias no vac­ilaron; cor­taron en peda­zos a su padre y lo pusieron a co­cer, pero Pelias no re­vivió. Tras este deli­to, Jasón y Medea fueron ex­pul­sa­dos de Yol­co y se re­ti­raron a Cor­in­to, donde vivieron al­gún tiem­po has­ta que el rey del país, Cre­onte, quiso dar a su hi­ja Creúsa por es­posa a Jasón, quien, a su vez, re­pudió a Medea. Es­ta en­vió a su ri­val, co­mo re­ga­lo de bo­das, una túni­ca im­preg­na­da en ve­neno que la mató in­stan­tánea­mente. Para ter­mi­nar su ven­gan­za con­tra Jasón, Medea mató ante sus ojos a los dos hi­jos que había tenido de él, huyen­do luego a Ate­nas en un car­ro tira­do por un dragón al­ado. Al fi­nal de su vi­da, de­spués de una es­tancia en Ate­nas en casa de Egeo, padre de Tesea, volvió a Cólqui­da, donde resti­tuyó el reino a Eetes, que había si­do de­sposeí­do por Perseo. Jasón, ator­men­ta­do por tan­tas aven­turas y desven­turas, buscó la muerte ba­jo la nave Ar­gos, con la que se hundió.

AR­GOS
Hi­jo de Agenor y de Gea (la Tier­ra), era un gi­gante que tenía cien ojos alrede­dor de la cabeza y que, aun es­tando pro­fun­da­mente dormi­do, cerra­ba tan só­lo cin­cuen­ta. Fue colo­ca­do por la celosa Hera co­mo guardián de Io, la muchacha de quien se había en­am­ora­do Zeus y que había trans­for­ma­do en tern­era para ocul­tar a su es­posa sus rela­ciones ilíc­itas. Ar­gos monta­ba guardia con tan­to ce­lo que Zeus, de­ses­per­ado, re­cur­rió a la ayu­da de Her­mes, el cual, dis­fraza­do de pas­tor­cil­lo, se sen­tó jun­to al mon­stru­oso guardián y en­tonó con su flau­ta la más bel­la de sus can­ciones. Sin­tién­dose fasci­na­do y lleno de cier­ta lan­guidez, Ar­gos ad­vir­tió que sus ojos se cerra­ban uno a uno, faltán­dole las fuerzas para man­ten­er­los abier­tos. Her­mes le cortó la cabeza y liberó a Io. Hera, para hon­rar la memo­ria de Ar­gos, colocó sus cien ojos en la co­la del pa­vo re­al, que des­de en­tonces se con­vir­tió en su an­imal preferi­do y con­sagra­do a el­la.Per­ro fiel de Ulis­es; an­imal que en­ve­je­ció aguardan­do a su dueño. Fue el primero en re­cono­cer­lo al volver a Íta­ca y, de­spués de ver­lo, murió.
3. Hi­jo de Frixo, mís­ti­co con­struc­tor, di­rigi­do por Ate­nea, de la nave Ar­gos, que con­du­jo a los Arg­onau­tas a la con­quista del vel­lo­ci­no de oro.

ARI­AD­NA
Hi­ja de Mi­nos, rey de Cre­ta, y de Pasí­fae. Cuan­do Teseo llegó a Cre­ta, de­ci­di­do a lib­er­ar la is­la del ter­ri­ble Mino­tau­ro, que hab­it­aba en el Laber­in­to, Ari­ad­na se en­am­oró de él y le re­galó un ovil­lo de hi­lo, que, ex­ten­di­do a través del in­trin­ca­do camino, per­mi­tió a Teseo, de­spués de matar al mon­struo, en­con­trar el camino de re­gre­so. Ari­ad­na se con­vir­tió en su es­posa y partieron jun­tos, pero un ter­ri­ble hu­racán los obligó a hac­er es­cala en la is­la de Nax­os, donde Ari­ad­na, ago­ta­da, pidió des­cansar. Teseo la de­jó dormi­da en un lu­gar som­brío y flori­do, y volvió a la nave para reparar los daños sufri­dos, pero una nue­va tem­pes­tad rompió las amar­ras y la em­bar­cación fue ar­rastra­da has­ta al­ta mar. Ari­ad­na, cuan­do se vio aban­don­ada, se de­ses­peró mu­cho y se de­jó caer, llo­ran­do, so­bre la hi­er­ba. Así la vieron los sátiros del séquito de Dion­iso, que se en­con­tra­ban tam­bién en la is­la, y se lo con­taron a su dios. Este trató de con­so­lar­la, y al con­tem­plar­la se prendió de su belleza, que la hacía pare­cer una diosa más que una mu­jer mor­tal, y le pro­pu­so mat­ri­mo­nio. Las nup­cias se cel­ebraron en­tre las dan­zas y los coros de los Faunos y de las Ba­cantes. Los es­posos mon­taron en un car­ro tira­do por pan­teras y tri­un­fal­mente se di­rigieron al Olimpo. Dion­iso re­galó a su joven es­posa una coro­na de oro, del­ica­do tra­ba­jo de Hefesto, que con el nom­bre de Coro­na de Ari­ad­na fue colo­ca­da en­tre las con­stela­ciones.

ARI­CIA
So­bri­na del rey Egeo, fue la úni­ca, en­tre los cin­cuen­ta hi­jos de Palante, que se salvó del ex­ter­minio ll­eva­do a cabo por Teseo para que su padre pud­iese con­ser­var el trono de Ate­nas. Fue es­posa de Hipól­ito, su pri­mo, cuan­do este re­co­bró la vi­da.

AR­IÓN
Fab­uloso ca­bal­lo surgi­do de las en­trañas de la tier­ra co­mo con­se­cuen­cia de un golpe del tri­dente de Po­sei­dón. Perteneció a la dei­dad del mar y a Her­acles, así co­mo a otros dios­es y héroes. Mon­ta­do en este ca­bal­lo al­ado se salvó Adras­to, úni­co su­per­viviente de la fu­nes­ta guer­ra de los Si­ete con­tra Tebas.Po­eta de la an­tigua Gre­cia. Su leyen­da tiene mu­chos pun­tos de con­tac­to con la famosísi­ma de Or­feo y tiende tam­bién a de­mostrar la nat­uraleza so­bre­nat­ural de los po­et­as. Había naci­do en Metim­na (Les­bos) y era hi­jo de Po­sei­dón, dios del mar. To­can­do el laúd y can­tan­do, con­seguía con­mover no só­lo a los hom­bres, sino tam­bién a las plan­tas y los an­imales. Un día lo cap­turaron un­os pi­ratas que conocían las riquezas que había acu­mu­la­do con su arte exquisi­to. Antes de matar­lo, le per­mi­tieron to­car por úl­ti­ma vez. Los marineros no se con­movieron, pero cen­tenares de delfines se re­unieron fasci­na­dos en torno al navío de los pi­ratas. Ar­ión se lanzó al mar de un salto, y uno de los delfines lo pu­so a sal­vo. Al pare­cer, per­fec­cionó el di­ti­ram­bo y la líri­ca coral.

ARIS­TEO
Hi­jo de Apo­lo y de la nin­fa Cirene, que lo en­gen­dró en el lu­gar en que más tarde se alzó la ciu­dad que ll­evaría su nom­bre. Aris­teo fue cri­ado por las Nin­fas, que le en­señaron a hac­er leche cua­ja­da, a cri­ar abe­jas y a cul­ti­var el oli­vo y la viña, ofi­cios que más tarde Aris­teo en­señó a los hom­bres. Se decía que in­ven­tó un méto­do para ex­traer el aceite de los olivos y que fue el primero en mezclar el agua con la miel para obten­er el hidromiel. En­señó tam­bién a fab­ricar con la miel aro­mas y bál­samos con­tra las pi­caduras de in­sec­tos ve­nenosos y a em­bal­samar los cadáveres. Amante de los vi­ajes, Aris­teo llegó has­ta Tesalia, donde apacen­tó los re­baños de las Musas. De al­lí pasó luego a Beo­cia, donde se casó con Autó­noe, una de las hi­jas de Cad­mo, que le dio un hi­jo lla­ma­do Acteón. De­spués de la muerte de este, de­vo­ra­do por los per­ros co­mo cas­ti­go por haber con­tem­pla­do a Ártemis mien­tras se baña­ba, Aris­teo se di­rigió a Ar­ca­dia y luego a Ceos, is­la del Egeo, donde acon­se­jó a los habi­tantes so­bre la man­era de re­me­di­ar una carestía que asola­ba el país, y por úl­ti­mo a Si­cil­ia, Cerdeña y Tra­cia. Al­lí se en­am­oró de la nin­fa Eu­rídice, y la per­sigu­ió con sus re­quer­im­ien­tos amorosos. Sin em­bar­go, la nin­fa, que es­ta­ba a pun­to de casarse con Or­feo, no quería es­cucharle y un día, cuan­do in­tenta­ba huir del fo­goso pre­ten­di­ente, al atrav­es­ar un pra­do no vio una víb­ora, que la mordió, causán­dole la muerte. Las com­pañeras de la nin­fa mataron, para ven­garse, a to­das las abe­jas de Aris­teo, que, acon­se­ja­do por Pro­teo, tu­vo que ll­evar a cabo nu­merosos y abun­dantes sac­ri­fi­cios para aplacar el es­píritu de Eu­rídice. In­moló cu­atro toros y cu­atro yeguas ne­gras, y de las víc­ti­mas bro­taron en­jam­bres de abe­jas que le per­mi­tieron re­con­stru­ir sus col­me­nas. Un día Aris­teo se desvaneció para rea­pare­cer más tarde, según Heró­do­to, en Cíz­ico, ocultán­dose de nue­vo. Tre­scien­tos años de­spués se supo que vivía en Metapon­to, donde in­du­jo a los habi­tantes a eri­girle una es­tat­ua jun­to a la de Apo­lo. Según Plutar­co, Aris­teo poseyó el don de re­cu­per­ar a vol­un­tad su propia al­ma, que, al aban­donar el cuer­po, toma­ba la figu­ra de un cier­vo. El cul­to de Aris­teo se di­fundió so­bre to­do en Si­cil­ia, en­tre los pa­stores. Júpiter lo colocó en­tre las con­stela­ciones, donde con­sti­tuye el sig­no de Acuario.

ARPÍAS
Er­an hi­jas, según se decía, de Tau­mante y Elec­tra o de Tifón y Equid­na. Mon­stru­os fab­ulosos, er­an rep­re­sen­ta­dos co­mo seres al­ados con ros­tro de mu­jer, cuer­po de pá­jaro, gar­ras en las manos y en los pies y a ve­ces con ore­jas de oso. Per­son­ifi­ca­ban la rapiña, el ham­bre y los vien­tos tem­pes­tu­osos que to­do lo ar­ras­tran. Er­an gen­eral­mente tres: Ae­lo, Ce­leno y Ocipete. Se las men­ciona prin­ci­pal­mente en la leyen­da de Jasón y los Arg­onau­tas, donde apare­cen co­mo perseguido­ras del adi­vi­no ciego Fi­neo, cuya mesa solían en­su­ciar y saque­ar. Dos de los Arg­onau­tas, Kaleis y Zetes, las per­sigu­ieron has­ta las is­las Es­tro­fades, donde, según cuen­ta la Enei­da, las en­con­tró Eneas.

AR­QUÉ­MORO
Hi­jo de Li­cur­go, rey de Tesalia, lla­ma­do tam­bién Ofeltes, una de las primeras víc­ti­mas de la desven­tu­ra­da ex­pe­di­ción de los Si­ete con­tra Tebas. Su in­sti­tutriz Hip­sip­ila lo había de­ja­do en el sue­lo para mostrar a los si­ete héroes una fuente y en­tonces se le ac­er­có una ser­pi­ente, que lo es­tran­guló. En su hon­or, los Si­ete in­sti­tuyeron los jue­gos Ne­meos, cuya primera rep­re­sentación ofi­cial­mente re­cono­ci­da tu­vo lu­gar, sin em­bar­go, en el 574 a. de C.

AR­SÍ­NOE
Tam­bién lla­ma­da Alfe­si­bea. Hi­ja de Leu­cipo. De su unión con Apo­lo nació As­cle­pio.Her­mosísi­ma muchacha que no cor­re­spondió al amor que le brindó Arce­ofonte, quien se sui­cidó a con­se­cuen­cia de su de­ses­peración. En su fu­ner­al, Ar­sí­noe mostró to­tal in­difer­en­cia por él, por lo que Afrodi­ta la con­vir­tió en una ro­ca.

AR­SIPE
Una de las Minias.

ÁRTEMIS (DI­ANA)
Hi­ja de Zeus y de La­tona, era la her­mana gemela de Apo­lo, aunque en re­al­idad era la ver­sión fe­meni­na de él. Tam­bién el­la iba ar­ma­da con un ar­co y se la ven­er­aba co­mo la di­vinidad de la caza. En­tre­ga­da a su pasatiem­po preferi­do, recor­ría las mon­tañas y los bosques con su séquito de nin­fas, to­das in­trép­idas cazado­ras co­mo el­la, pre­ce­di­da por una jau­ría de per­ros ladradores. De­spués de sus ve­lo­ces car­reras en per­se­cu­ción de al­gún cier­vo o ja­balí, al que sus flechas in­fal­ibles no de­ja­ban de al­can­zar, la diosa solía re­fres­car su cuer­po su­cio de pol­vo en los ar­royos, pero se eno­ja­ba ter­ri­ble­mente si al­guien os­aba es­pi­ar­la. Acteón, joven cazador que un día la de­scubrió cuan­do se disponía a bañarse en com­pañía de las nin­fas, fue trans­for­ma­do en cier­vo por es­ta y de­spedaza­do por sus per­ros. Ártemis se man­tu­vo vir­gen, ha­bi­en­do so­lic­ita­do y obtenido de Zeus que le per­mi­tiese con­tin­uar sin mari­do, li­bre y sin pa­siones, para poder va­gar a su an­to­jo por la nat­uraleza, prac­ti­can­do la caza. Co­mo diosa de la casti­dad era la pro­tec­to­ra de las muchachas y de los jovenci­tos. Hipól­ito le fue par­tic­ular­mente gra­to por su pureza. Para hon­rar su pu­dor se le con­sagra­ban praderas que no habían si­do to­cadas por las ho­ces, y las flo­res que las es­malta­ban sim­boliz­aban el fres­cor de la diosa. Así co­mo Apo­lo tenía el atrib­uto de dios so­lar, Ártemis fue iden­ti­fi­ca­da con la lu­na y con­sid­erán­dola en este as­pec­to se la de­nom­ina­ba Hé­cate. Sus cor­rerías noc­tur­nas sim­boliz­aban el camino de la lu­na, que con sus rayos pen­etra en la os­curi­dad de la nat­uraleza. Cuan­do di­cho as­tro es­ta­ba ve­la­do por las nubes re­sul­tan­do casi ame­nazador, los pa­stores y los vi­ajeros pens­aban con es­tremec­imien­to en Hé­cate, que, rep­re­sen­tan­do a la lu­na in­vis­ible, fig­ura­ba en­tre las di­vinidades in­fer­nales.

Se le atribuían ex­traor­di­nar­ios poderes para evo­car a los es­pec­tros que recor­rían los senderos de­sier­tos, y por es­to le es­ta­ban con­sagradas las en­cru­ci­jadas. En relación con la im­por­tan­cia de la in­flu­en­cia de la lu­na so­bre la fe­cun­di­dad de la mu­jer y de la tier­ra, se creía que Ártemis presidía la pro­creación y era la diosa de la mater­nidad, con el tí­tu­lo de Il­itía. Se cuen­ta que este poder se man­ifestó en el mo­men­to mis­mo de su alum­bramien­to cuan­do, ha­bi­en­do naci­do antes que su her­mano geme­lo Apo­lo, ayudó a su madre La­tona, que había ido a dar a luz a un lu­gar de­sier­to, en el par­to de su otro hi­jo.

En Éfe­so, Asia Menor, se con­sid­er­aba a Ártemis la madre uni­ver­sal, sím­bo­lo de la fe­cun­di­dad de la nat­uraleza. En el tem­plo de dicha ciu­dad su im­agen se rep­re­senta­ba encer­ra­da en una fun­da ador­na­da con varias cabezas de toros, cier­vos y leones, y nu­merosos senos. La Ártemis heléni­ca aparece gen­eral­mente rep­re­sen­ta­da co­mo una don­cel­la de as­pec­to vol­un­tar­ioso, vesti­da con una lig­era túni­ca y ar­ma­da con un ar­co y una al­ja­ba. Su carác­ter de diosa lu­nar es­ta­ba in­di­ca­do por la me­dia lu­na que adorn­aba su frente. La cier­va o el per­ro, an­imales que le es­ta­ban con­sagra­dos, apare­cen rep­re­sen­ta­dos a menudo jun­to a el­la. El cul­to de Ártemis era san­gri­en­to en la Antigüedad clási­ca y se le ofrecían sac­ri­fi­cios in­clu­so hu­manos. La diosa ro­mana Di­ana tu­vo las mis­mas atribu­ciones que la Ártemis gr­ie­ga, con la que se le iden­ti­ficó. Co­mo diosa de los nacimien­tos se le da­ba el nom­bre de Lu­ci­na (y tam­bién Juno Lu­ci­na, por lo que se la con­fundió con Juno) y su cul­to tenía lu­gar prin­ci­pal­mente en el Aventi­no (Di­ana Aventi­na).

AS­CANIO
Hi­jo de Eneas y de Creúsa, lla­ma­do tam­bién Ilo. Eneas lo salvó la noche del in­cen­dio de Troya, lleván­do­lo con­si­go jun­to con el an­ciano An­quis­es y los sacros Pe­nates de la pa­tria. Sucedió a su padre en el reino de Lavinia y más tarde fundó Al­ba­lon­ga so­bre los montes Al­banos, sien­do su primer rey. Se le con­sid­er­aba fun­dador de la fa­mil­ia Ju­lia (gens Ju­lia). Se hace derivar de As­canio la se­rie de reyes de Al­ba­lon­ga has­ta Nu­mi­tor, cuya hi­ja, Rea Sil­via, par­ió a Ró­mu­lo y Re­mo.

AS­CLE­PIO (ES­CU­LA­PIO)
Dos er­an las ver­siones so­bre el nacimien­to de As­cle­pio (o Es­cu­la­pio, co­mo lo llam­aban los ro­manos). Según una ver­sión de Tesalia, era hi­jo de Corónides y ni­eto de Fle­gias, rey de Beo­cia. Su madre, tras haber si­do se­duci­da y aban­don­ada por Apo­lo, se de­jó per­suadir por su padre de que de­bía casarse con un príncipe de un país ve­ci­no, y Apo­lo, fu­rioso de ce­los, hir­ió con sus flechas a Corónides y a su es­poso. Com­pade­ci­do del hi­jo que es­ta ll­ev­aba en sus en­trañas, lo hi­zo nac­er y lo con­fió a los cuida­dos de Quirón, uno de los Cen­tau­ros. Según otra leyen­da de ori­gen argóni­co, que tam­bién atribuía la pa­ter­nidad a Apo­lo, Corónides dio a luz sec­re­ta­mente a su hi­jo cer­ca de Ep­idau­ro. El re­cién naci­do fue aban­don­ado en el monte Titón, donde lo ama­man­tó una cabra, y luego fue ed­uca­do por Quirón. Am­bas ver­siones co­in­ci­den en atribuir a este úl­ti­mo el méri­to de haber en­seña­do al hi­jo de Apo­lo el arte de cu­rar las heri­das y las en­fer­medades, al que lo des­tin­aba la heren­cia pa­ter­na. Sin em­bar­go, As­cle­pio quiso hac­er al­go más, pre­tendió vencer a las leyes de la nat­uraleza in­ten­tan­do re­suci­tar a un muer­to, por lo que provocó las iras de Zeus, que lo mató al­canzán­do­lo con uno de sus rayos. Para ven­gar a su hi­jo, Apo­lo causó es­tra­gos con sus flechas en­tre los Cí­clopes, que habían fa­cil­ita­do al rey de los dios­es sus rayos, mere­cien­do co­mo cas­ti­go el ale­jamien­to y ex­ilio del Olimpo. Según cier­ta tradi­ción, As­cle­pio, de­spués de muer­to, recibió hon­ores di­vi­nos y fue ll­eva­do al cielo, donde pasó a for­mar parte de la con­stelación de Sag­itario. Du­rante su vi­da, par­ticipó co­mo médi­co en la ex­pe­di­ción de los Arg­onau­tas, y en Ep­idau­ro se casó con Epi­one, que le dio seis hi­jos: Macaón y Pol­idario, los dos céle­bres médi­cos que in­ter­vinieron en la guer­ra de Troya; Higía, diosa de la salud; Ya­so Panaque­ia o Panacea, Egle y Ace­so, dota­dos del don de sa­nar.

El cul­to a As­cle­pio, ini­ci­ado en Tesalia, se di­fundió pron­to por to­da Gre­cia y lle­garon a ser sesen­ta y cu­atro los san­tu­ar­ios ded­ica­dos al dios. El más céle­bre era, sin du­da, el de Ep­idau­ro, con su tem­plo de már­mol pen­téli­co, sus in­men­sos pór­ti­cos, donde se colo­ca­ban los en­fer­mos en es­pera de ser ad­mi­ti­dos en el lu­gar sacro, sus man­an­tiales pu­rifi­cadores, un gran ed­ifi­cio para al­ber­gar a los vis­itantes, un es­ta­dio, un teatro y unas fi­es­tas fas­tu­osas que se cel­ebra­ban ca­da cin­co años, nueve días de­spués de los jue­gos Íst­mi­cos. En Ro­ma, antes de que se di­fundiese el cul­to a Es­cu­la­pio, se con­sid­er­aba co­mo la di­vinidad de la salud y de las cu­ra­ciones a la diosa Salus y a la diosa Car­na o Cardea, que, según se decía, tenía el poder de ex­pul­sar a las bru­jas, noc­tur­nas chu­pado­ras de la san­gre de los niños. El cul­to a Es­cu­la­pio se in­tro­du­jo en­tre los ro­manos el año 291 a. de C., tras una ter­ri­ble epi­demia de peste que oca­sionó nu­merosas víc­ti­mas. Los li­bros sibili­nos rev­elaron que para hac­er ce­sar la mor­tan­dad era pre­ciso in­tro­ducir en Ro­ma a As­cle­pio, sien­do en­vi­ada una em­ba­ja­da a Ep­idau­ro. Se decía que el dios sigu­ió espon­tánea mente a los men­sajeros de Ro­ma en for­ma de ser­pi­ente y que, al lle­gar a Italia, se es­table­ció en la is­la Tibe­ri­na, en medio del Tíber. La epi­demia cesó súbita­mente y en ac­ción de gra­cias se ed­ificó un tem­plo en la is­la, que des­de en­tonces quedó con­sagra­da a Es­cu­la­pio. El cul­to del dios tu­vo una gran di­fusión en­tre las gentes itáli­cas, man­tenién­dose has­ta los úl­ti­mos tiem­pos del pa­gan­is­mo y con­serván­dose por al­gún tiem­po du­rante la era cris­tiana. Típi­ca rep­re­sentación del dios fue la re­al­iza­da por Trasímides de Paros, que es­culpió una es­tat­ua de As­cle­pio para el tem­plo de Ep­idau­ro. La efigie, de oro y marfil, rep­re­senta­ba al dios sedente, con una mano apoy­ada en un bácu­lo, la otra so­bre la cabeza de una ser­pi­ente y un per­ro a sus pies. La ser­pi­ente y el per­ro er­an los an­imales sím­bo­lo del arte de la adiv­inación, mien­tras que el bácu­lo era el em­ble­ma del médi­co. El as­pec­to del dios era el de un hom­bre de me­di­ana edad, ro­bus­to y bar­bu­do, con la frente coro­na­da por una ra­ma de lau­rel.

AS­FODE­LO
Pra­do del reino de los In­fier­nos, es­pecie de lim­bo mi­tológi­co, donde las al­mas veg­eta­ban sin ex­per­imen­tar do­lores ni ale­grías. El nom­bre deri­va de los as­fóde­los que cubrían el pra­do.

ASOPO
Dios del río homón­imo. Según los au­tores, sería hi­jo de Zeus y Eu­rínome, de Po­sei­dón y Pero o de Océano y Tetis. Se casó con Metope y tu­vo dos hi­jos, Is­meno y Pelagonte, y veinte hi­jas, al­gu­nas de las cuales son: Cor­ci­ra, Egi­na, Salam­ina, Pirene, Cleone, Tebe, Tana­gra, Tespia, Asópi­de, Sinope, Enia y Cal­cis.

AS­TE­RIA
Hi­ja del titán Ceo y de la diosa Febe, her­mana de Leto («la noche os­cu­ra»). As­te­ria es la di­vinidad de la noche es­trel­la­da. Del titán Perseo en­gen­dró a Hé­cate. Meta­mor­fos­ea­da en codor­niz por Zeus, a cuyas in­stan­cias amorosas se había re­sis­ti­do, se ar­ro­jó al mar, donde se con­vir­tió en la is­la Or­ti­ga (del griego Ortyx, «codor­niz»), lla­ma­da luego De­los.

AS­TIAN­ACTE
Hi­jo de Héc­tor y de An­dró­maca. De­spués de la ren­di­ción de Troya, lo mató Neop­tóle­mo (Pir­ro), hi­jo de Aquiles, que lo mandó ar­ro­jar des­de lo al­to de una torre. Su ver­dadero nom­bre era Es­ca­man­drio y así lo llam­aba su padre, pero los troy­anos le dieron el so­brenom­bre de As­tian­acte («rey de la ciu­dad»).

ASTI­DAMÍA
Es­posa de Acas­to, rey de Yol­co. Cuan­do Peleo llegó a Yol­co para asi­stir a los jue­gos fúne­bres en hon­or de Pelias, Asti­damía se en­am­oró per­di­da­mente de él y, rec­haz­ada, lo calum­nió ante su mari­do. Este, que­rien­do ven­garse del joven, aprovechó un mo­men­to en que es­ta­ba dormi­do en el monte Pelión, fati­ga­do por la caza; lo de­sar­mó y lo aban­donó en aquel lu­gar sal­va­je, se­guro de que los Cen­tau­ros darían bue­na cuen­ta de él. Sin em­bar­go, Peleo con­sigu­ió sal­varse con la ayu­da de los dios­es y, volvien­do a Yol­co, mató a Acas­to y a Asti­damía y, de es­ta man­era, con­sigu­ió ven­garse de am­bos.

AS­TREA
Hi­ja de Zeus y de Temis, era la diosa de la jus­ti­cia, lla­ma­da tam­bién Dike. Du­rante la Edad de Oro, habitó en la tier­ra; fue la úl­ti­ma en­tre los dios­es en aban­donarla, de­spués de haber cometi­do el primer deli­to.
Se trans­for­mó, en­tonces, en la con­stelación de Vir­go. Se la rep­re­senta­ba co­mo una joven sev­era que sostiene en una mano una es­pa­da y en otra la bal­an­za. Era tam­bién una de las Ho­ras.

ATA­LAN­TA
Cazado­ra de Ar­ca­dia, famosa por su belleza. Hi­ja de Es­quineo de Tagea. Famosa por su ha­bil­idad en las car­reras, prometió casarse con quien la ganase en ve­loci­dad. Hipómenes, acon­se­ja­do por Afrodi­ta, ar­ro­jó ante el­la, mien­tras cor­ría, tres man­zanas de oro y con­sigu­ió vencer­la, porque se en­tre­tu­vo en recoger­las. Se casó, en­tonces, con Hipómenes, pero su fe­li­ci­dad fue breve, pues am­bos fueron trans­for­ma­dos en leones por Afrodi­ta.Hi­ja de Ya­sio, rey de Ar­ca­dia, y de Clímene. Par­ticipó en la famosa caza del ja­balí de Calidón. Fue la primera en herir al mon­struo, y cuan­do Me­lea­gro, que le había as­es­ta­do el golpe mor­tal, recibió los de­spo­jos co­mo tro­feo, los cedió a Ata­lan­ta, con­quis­ta­do por su gra­cia. Este he­cho sus­citó los ce­los de los otros cazadores, que se los ar­rebataron; Me­lea­gro, in­dig­na­do, los mató y por es­ta causa es­tal­ló la guer­ra en­tre los cali­do­nios y los pleu­rone­ses.

ATA­MANTE
Hi­jo de Eo­lo, rey de Or­có­meno, ciu­dad de Beo­cia, se casó con Néfele, la bel­la diosa de las nubes, a la que más tarde re­pudió para casarse con Ino y luego con Temis­to, que se sui­cidó cuan­do su an­te­ceso­ra, creí­da muer­ta por er­ror, volvió a ocu­par su puesto en el pala­cio de Ata­mante. Cul­pa­ble de haber se­cun­da­do las in­tri­gas de es­ta úl­ti­ma, que bus­ca­ba matar a los dos hi­jos de Néfele, fue cas­ti­ga­do cru­el­mente por los dios­es, quienes le pri­varon de razón. En el delirio de la locu­ra mató a su pro­pio hi­jo Learco, naci­do de Ino, in­ten­tan­do as­esinar tam­bién a es­ta y a su otro hi­jo, Melicertes; es­tos se sal­varon ar­ro­ján­dose al mar. Ex­pul­sa­do de Or­có­meno por es­tos deli­tos, murió en la mis­eria.

ATE­NEA PALAS (MIN­ER­VA)
Hi­ja de Zeus y de su primera es­posa Metis. Cuan­do Metis es­per­aba un hi­jo, Gea y Ura­no rev­elaron a Zeus que, si su es­posa tenía una hi­ja, es­ta daría a luz más tarde a un hom­bre que lle­garía a ser el dueño del mun­do. Así lo disponían los ha­dos. Zeus, sin vac­ilar y para sal­va­guardar su poder, se tragó a Metis. Al lle­gar el mo­men­to del par­to, Zeus sin­tió un fuerte do­lor en la cabeza y or­denó a Hefesto que lo gol­pease con el bor­de del hacha. De la heri­da surgió su hi­ja com­ple­ta­mente ar­ma­da, la cual bailó una dan­za guer­rera ante los atóni­tos dios­es. Era la diosa Ate­nea. To­do es­to ocur­rió a oril­las del la­go Tritón, en Li­bia, y se cuen­ta que en el mo­men­to de nac­er la diosa la tier­ra tem­bló y se es­treme­ció, y el sol de­tu­vo su cur­so. Naci­da en medio de las luchas de los dios­es y con las ar­mas en la mano, a Ate­nea se la con­sid­eró una diosa guer­rera y su ci­clo re­la­ta muchas aven­turas. De­sem­peñó un pa­pel im­por­tante en la lucha con­tra los Gi­gantes. Mató al más fuerte y fer­oz de es­tos, Pal­adio, y, des­ol­lán­do­lo, fab­ricó un es­cu­do con su piel. De ahí, según al­gunos, deri­va el nom­bre de la diosa. Se le rep­re­senta­ba con el es­cu­do, la lan­za y la coraza. So­bre su es­cu­do ll­ev­aba la cabeza de Medusa, re­gal­ada por Perseo, que trans­forma­ba en piedra a to­do el que la mira­ba. Sin em­bar­go, por un cu­rioso con­traste, Ate­nea era tam­bién la diosa de la paz. Guia­ba los ejérci­tos du­rante el asalto, pero, a difer­en­cia de Ares, que se com­placía en las cru­en­tas matan­zas, el­la in­spira­ba los movimien­tos más racionales y las más há­biles es­tratage­mas guer­reras. Ar­mó a Her­acles, sostenién­do­lo en los mo­men­tos difí­ciles y ase­gurán­dole la in­mor­tal­idad. En tiem­po de paz era la pro­tec­to­ra de las ciu­dades y los Es­ta­dos, y co­mo tal, fa­vorecía la agri­cul­tura, las cien­cias, las artes y el com­er­cio. In­ven­tó mu­chos in­stru­men­tos útiles, co­mo el ara­do, el car­ro y la flau­ta (que de­spués rec­hazó porque al to­car­la se hinch­aban sus mejil­las, des­fig­uran­do su her­moso ros­tro), y se la con­sid­er­aba diosa tute­lar de las artes fe­meni­nas en gen­er­al. Era la pro­tec­to­ra de teje­do­ras y bor­dado­ras. Es cono­ci­da su ri­val­idad con la joven Arac­ne. La bené­fi­ca diosa tu­vo un cul­to bas­tante di­fun­di­do: se la ven­er­aba en Ar­gos, Cor­in­to, Es­par­ta y Ar­ca­dia; tam­bién en Beo­cia, en Tesalia y en la is­la de Ro­das.

Pero la ver­dadera pa­tria de di­cho cul­to fue Ate­nas y to­do el Áti­ca. Cuan­do Cécrope fundó en Áti­ca una ciu­dad había que bus­car­le un nom­bre. Po­sei­dón y Ate­nea ri­val­iz­aban por pa­troci­narla. To­dos los dios­es ac­tu­aron co­mo ár­bi­tros y de­ci­dieron con­sagrar Áti­ca y dar a la ciu­dad el nom­bre de aquel de los dos que hi­ciese a la hu­manidad el re­ga­lo más útil. Con un golpe de su tri­dente Po­sei­dón hi­zo sur­gir del mar un fo­goso ca­bal­lo, mien­tras que Ate­nea, gol­pe­an­do el sue­lo con su lan­za, hi­zo bro­tar un ár­bol de ho­jas es­trechas y bril­lantes: el oli­vo. Gra­cias a aquel sím­bo­lo de la paz ven­ció Ate­nea y la nue­va ciu­dad llevó su nom­bre. Los ate­niens­es le dedi­caron dos tem­plos: el Erecteón, ded­ica­do a Ate­nea Políade («pro­tec­to­ra de la ciu­dad»), que se alz­aba en el lu­gar ocu­pa­do por el sagra­do oli­vo, re­ga­lo de la diosa, y el Partenón, el mag­ní­fi­co tem­plo que Fidias, en la época de Per­icles, adornara con mar­avil­losos ba­jor­re­lieves. En él se guard­aba la es­tat­ua de Ate­nea Parthenos («vir­gen»), obra del mis­mo artista, to­da de oro y marfil. La diosa aparecía rep­re­sen­ta­da con grave as­pec­to y no­bles for­mas, vistien­do atavíos guer­reros. Una ri­ca túni­ca en­volvía su cuer­po; so­bre su pe­cho des­cans­aba la égi­da, es­cu­do con la cabeza de Medusa, y so­bre su cabeza, el yel­mo áti­co, ador­na­do con una tes­ta de es­fin­ge y dos gri­fos. En su mano derecha, una Vic­to­ria. Con la otra mano se apoy­aba en un es­cu­do y sostenía la lan­za. Fidias es­culpió otras dos es­tat­uas, que in­fluyeron de for­ma de­ci­si­va en el arte fig­ura­ti­vo pos­te­ri­or ref­er­ente a la diosa. Tam­bién es­tas se alz­aban en la Acrópo­lis.

Una, Ate­nea Pro­ma­cos (o Cen­tinela), de bronce, re­fle­ja­ba el as­pec­to be­li­coso de la diosa; la otra, Ate­nea Lem­inia, rep­re­senta­ba el pen­samien­to pací­fi­co que ilu­mi­na a los hom­bres y los guía por los senderos de la civ­ilización. Du­rante el ter­cer año de las Olimpíadas tenían lu­gar las grandes fi­es­tas Panate­neas, en las que par­tic­ipa­ba to­da Áti­ca. Con­sistían en jue­gos gim­nás­ti­cos y atléti­cos, y en com­peti­ciones poéti­cas y mu­si­cales, pero la cel­ebración prin­ci­pal era una gran pro­ce­sión for­ma­da por las elegi­das, rep­re­sen­tantes de to­das las tribus áti­cas, a fin de tes­ti­mo­ni­ar su pro­fun­da grat­itud a la diosa, dis­pen­sado­ra de to­do bi­en y de to­da vir­tud. Ate­nea aparecía, pues, co­mo una di­vinidad pro­tec­to­ra de la po­lis, «ciu­dad propi­amente dicha». Se creía que en Ate­nea residía la autén­ti­ca al­ma de la ciu­dad, y an­tiguas leyen­das at­es­tiguan las propiedades mág­icas de una es­tat­ua de la diosa lla­ma­da Pal­adio. Se con­ta­ba que en su in­fan­cia la diosa se educó en la Cire­naica, a oril­las del la­go Tritón, donde nació, y que Zeus le dio co­mo com­pañera de jue­gos a Palas, la joven hi­ja del dios Tritón, ge­nio del la­go. Es­ta muchacha murió ac­ci­den­tal­mente en manos de Ate­nea. En de­sagravio, la diosa es­culpió una es­tat­ua que rep­re­senta­ba a Palas, la colocó jun­to a Zeus, y le rindió hon­ores co­mo a una di­vinidad. La im­agen, lla­ma­da Pal­adio, per­maneció du­rante al­gún tiem­po en el Olimpo, pero luego Zeus la en­vió a la tier­ra, cer­ca de la col­ina de Tróade, donde Hi­lo, an­tepasa­do de los troy­anos, es­ta­ba con­struyen­do la ciu­dad de Troya, para de­mostrar­le su com­pla­cen­cia. La es­tat­ua pen­etró por sí so­la en el tem­plo de Ate­nea, que to­davía no es­ta­ba ter­mi­na­do, y ocupó pre­cisa­mente el lu­gar que le es­ta­ba reser­va­do, con­vir­tién­dose en un sim­ulacro de es­ta. Con­sid­er­ada una efigie mi­la­grosa, fue ob­je­to de un cul­to es­pe­cial y se creía que la ciu­dad sería in­ven­ci­ble mien­tras con­ser­vase el ído­lo. En efec­to, só­lo cuan­do Ulis­es y Diomedes con­sigu­ieron ro­bar­la, fue posi­ble con­quis­tar Troya. Más tarde, tras muchas aven­turas, el Pal­adio, o una im­agen ven­er­ada co­mo tal, acabó sien­do cus­to­di­ada en Ro­ma, en la sagra­da capil­la de las vestales. Tam­bién al­lí se creyó que la sal­vación de la ciu­dad de­pendía de dicha es­tat­ua. Los ro­manos iden­ti­fi­caron con Palas Ate­nea la di­vinidad itáli­ca Min­er­va, diosa de la sabiduría y de la in­teligen­cia, en la que prevalecía el carác­ter de diosa de la paz, pro­tec­to­ra de las artes y de las cien­cias.

La Min­er­va guer­rera fue ven­er­ada más tarde por in­flu­en­cia de la di­vinidad gr­ie­ga. Pom­peyo y Au­gus­to le dedi­caron dos tem­plos de­spués de haber con­segui­do sendas vic­to­rias, una en Ori­ente y otra en Ac­cio. En hon­or de Min­er­va se cel­ebraron en Ro­ma fi­es­tas en mar­zo y ju­nio, las Quin­qua­trus, y se or­ga­ni­za­ban tam­bién jue­gos de glad­iadores. Es­ta­ban con­sagra­dos a Ate­nea el oli­vo, la ser­pi­ente, la lechuza y el gal­lo, y sus atrib­utos er­an la égi­da, la lan­za y el yel­mo.

ÁTI­CA
La prin­ci­pal región de la Gre­cia cen­tral, en­tre Beo­cia, el mar Egeo y Megári­da, mon­tañosa y poco fér­til, pobla­da por habi­tantes de es­tirpe jóni­ca. Su ciu­dad prin­ci­pal era Ate­nas, situ­ada en una lla­nu­ra jun­to al mar, en torno a un mon­tícu­lo lla­ma­do Acrópo­lis. Fue siem­pre el cen­tro in­telec­tu­al de Gre­cia, y en el­la nacieron los prin­ci­pales lit­er­atos y artis­tas. Es­ta­ba ador­na­da con es­plén­di­dos mon­umen­tos y tem­plos, obras, prin­ci­pal­mente, de Fidias y de sus dis­cípu­los. En la Acrópo­lis se en­con­tra­ban el Partenón, tem­plo de Ate­nea; los Propileos, pór­ti­cos con una larga es­cali­na­ta; el Erecteón, san­tu­ario de Palas Ate­nea, y otros mu­chos.

ATIS
Joven fri­gio de ex­cep­cional belleza. Rea Cibeles, lla­ma­da tam­bién la Gran Madre, diosa de la tier­ra y pro­gen­ito­ra de to­das las cosas, quiso ten­er­lo con­si­go. Al prin­ci­pio este cor­re­spondió a su amor y le fue fiel; luego, se en­caprichó de la hi­ja de Pesin­unte y de­seó casarse con el­la. La diosa se eno­jó muchísi­mo, pero de­jó que en­tre los jóvenes se in­ter­cam­biaran prome­sas de eter­no amor. Du­rante el ban­quete nup­cial, se in­tro­du­jo en­tre los in­vi­ta­dos, sem­bran­do el páni­co y la locu­ra. Su an­tiguo en­am­ora­do, Atis, huyó en­lo­que­ci­do a las mon­tañas y se sui­cidó. La diosa, con­ster­na­da, or­denó que se cel­ebrase ca­da año una solemne cer­emo­nia fúne­bre en su hon­or, fi­jan­do co­mo fecha el equinoc­cio de pri­mav­era.

AT­LANTE
Hi­jo del titán Jápeto y de Clímene, una de las hi­jas de Océano y Tetis, her­mano de Prom­eteo y Epime­teo. De­spués de tomar parte en la re­be­lión de los Ti­tanes que in­ten­taron es­calar el Olimpo para de­stronar a Zeus, fue con­de­na­do por este a sosten­er so­bre sus es­pal­das la bóve­da ce­leste. Vivía en el ex­tremo oc­ci­den­tal de la tier­ra, ante el in­men­so jardín de las Hes­pérides. Al­lí acud­ió un día Her­acles para coger las man­zanas de oro que crecían abun­dantes en el jardín. Este pidió a At­lante que en­trase al­lí para coger los fru­tos, ofre­cién­dose a sosten­er en­tre­tan­to el gravoso pe­so del cielo. At­lante ac­cedió, pero, de re­gre­so con el pre­ci­ado botín, se negó a con­tin­uar con su fatigosa ocu­pación. Her­acles, en­tonces, acud­ió a una es­tratage­ma. Le rogó que lo sos­tu­viese el tiem­po jus­to para que le con­struyese un rodete que aliviara su car­ga. El in­gen­uo gi­gante le ayudó y Her­acles quedó li­bre. Ver­siones más tardías iden­ti­fi­caron a At­lante con un rey africano a quien Perseo trans­for­mó en una ca­de­na mon­tañosa.

ATREO
Hi­jo de Pé­lope e Hipo­damía, her­mano de Tiestes y ni­eto de Tán­ta­lo. Al morir su padre fue rey de Pisa en la Élide. Al casarse con Erope, hi­ja de Eu­ris­teo, rey de Ar­gos, añadió tam­bién di­chos do­min­ios a los suyos pro­pios, de­spués de la muerte de este. In­sti­ga­do por su madre mató, ayu­da­do por su her­mano Tiestes, a su her­manas­tro Crisipo, por lo que am­bos fueron ex­pul­sa­dos por Pé­lope. Atreo se refugió en Mi­ce­nas, donde rein­aba su cuña­do Es­téne­lo, a quien sucedió en el trono de­spués de la muerte del hi­jo de este, Eu­ris­teo. Tiestes, celoso del poder al­can­za­do por su her­mano, trató de matar­lo por medio de Plístenes, hi­jo de Atreo, al que había ed­uca­do co­mo si fuese su pro­pio hi­jo. Atreo mató a Plístenes, sin darse cuen­ta de su iden­ti­dad. Tiestes, por su parte, robó a Atreo el vel­lo­ci­no de oro, re­ga­lo de Her­mes a Pé­lope, del cual de­pendían la for­tu­na y la pros­peri­dad del reino, se­ducien­do a la bel­la Erope. Cuan­do Atreo de­scubrió el hur­to y el adul­te­rio, ju­ró ven­garse, pero Tiestes huyó sin haber po­di­do ll­evarse con­si­go a sus hi­jos, so­bre los que re­cayó la cólera de su her­mano. Este fin­gió per­donarle y lo mandó lla­mar, acogién­do­lo de nue­vo en su pala­cio, pero du­rante el ban­quete que de­bía sel­lar la paz, Atreo mandó servir a Tiestes los miem­bros de sus hi­jos cru­el­mente de­gol­la­dos. Cuan­do el in­cau­to padre pidió abrazar a sus hi­jos, Atreo le mostró en un pla­to las cabezas de es­tos, sus pies y sus manos. Se dice que el sol, hor­ror­iza­do ante tan­ta bar­barie, se negó a bril­lar y dan­do la vuelta a su car­ro se volvió ha­cia Ori­ente. Un hi­jo de Tiestes, Egis­to, vengó más tarde a su padre, matan­do al rey Atreo, mien­tras este ofrecía un sac­ri­fi­cio a Zeus a oril­las del mar. Hi­jos de Atreo fueron Aga­menón y Menelao.

ÁTRO­POS
Una de las tres Moiras o Par­cas, hi­jas de la Noche y de Ere­bo. In­ex­orable e in­flex­ible, al lle­gar el mo­men­to de la muerte, corta­ba el hi­lo de la vi­da hu­mana, hi­la­do por sus her­manas. Se la rep­re­senta­ba con una bal­an­za, unas ti­jeras y un reloj de sol; con es­to in­di­ca­ba la ho­ra de la muerte.

AU­GIAS
Rey de la Élide, famoso por su gran riqueza y avari­cia. Poseía grandes re­baños, siem­pre de­scuida­dos y su­cios, pues no quería gas­tar en man­ten­er limpios los es­tab­los. Her­acles se pre­sen­tó un día ante Au­gias ofre­cién­dose a limpiar los es­tab­los a cam­bio de una pe­queña pa­ga; el rey acep­tó, pero, una vez ter­mi­na­do su tra­ba­jo, se negó a sal­dar al héroe lo es­tip­ula­do. Her­acles, en­tonces, lo mató. La limpieza de los es­tab­los de Au­gias con­sti­tuyó el sex­to tra­ba­jo de Her­acles.

AU­RO­RA
Nom­bre lati­no de la di­vinidad gr­ie­ga Eos.

AUS­TRO
Po­ten­tísi­mo vien­to del Sur, lla­ma­do tam­bién No­to, por­ta­dor de llu­vias y tem­pes­tades que impedían la nave­gación. A causa de es­tas car­ac­terís­ti­cas, Aus­tro era men­ciona­do con fre­cuen­cia en las ple­garias que los nave­gantes dirigían a los dios­es antes de par­tir.

AUTÓLI­CO
Hi­jo de Her­mes y ex­per­to, por lo tan­to, en hur­tos. Fue padre de An­ti­clea, la madre de Ulis­es. Adiestró a Her­acles en la lucha.

AUTÓ­NOE
Una de las bel­las hi­jas de Har­monía y de Cad­mo, un famoso héroe de Tebas. Por cul­pa del fu­nesto poder del col­lar mater­no, tu­vo la gran des­gra­cia de ser la madre de Acteón, cuya triste suerte la hi­zo morir de do­lor.

AUXO
Era una de las tres Ho­ras en el cul­to ate­niense, jun­to con Ta­los y Car­po. Es­tas úl­ti­mas rep­re­senta­ban, re­spec­ti­va­mente, la flo­ración de la pri­mav­era y los fru­tos del otoño; Auxo, por su parte, sim­boliz­aba el cur­so del ve­ra­no.

AV­ER­NO
Nom­bre con que los an­tigu­os des­igna­ban el reino de los In­fier­nos. La en­tra­da del Av­er­no es­ta­ba situ­ada, según los ro­manos, cer­ca de un pe­queño la­go de la Cam­pa­nia, de­nom­ina­do pre­cisa­mente Av­er­no, del que em­an­aban va­pores sul­furosos. Ese he­cho les hi­zo creer que se trata­ba real­mente de la en­tra­da de la región in­fer­nal.

ÁYAX DE OILEO
Héroe griego, hi­jo de Oileo, rey de Lócri­da; era es­pe­cial­mente famoso por su ha­bil­idad co­mo ar­quero y corre­dor veloz; en dicha es­pe­cial­idad só­lo Aquiles podía su­per­ar­lo. Du­rante el saqueo de Troya, se atra­jo las iras de Ate­nea por haber ul­tra­ja­do a Casan­dra, hi­ja de Príamo, en el mis­mo tem­plo de la diosa. De re­gre­so, Ate­nea provocó su naufra­gio jun­to al promon­to­rio Cafer­eo, al sur de la is­la de Eu­bea. Al lo­grar pon­erse a sal­vo so­bre un es­col­lo, se jac­tó de su ha­bil­idad a pe­sar de la ira de los dios­es, por lo que la diosa so­lic­itó la in­ter­ven­ción de Po­sei­dón, que con un golpe de su tri­dente par­tió el es­col­lo quedan­do el héroe sumergi­do.

ÁYAX TELAMÓN
Áyax Telamón
Héroe griego, hi­jo de Telamón, rey de Salam­ina. Zeus hi­zo to­do su cuer­po in­vul­ner­able, ex­cep­tuan­do úni­ca­mente una so­la parte, una cos­til­la.

Gal­lar­do en su per­sona, ro­bus­to y ma­ci­zo, se rev­eló co­mo el más fuerte de los héroes grie­gos de Troya, aunque re­sulta­ba al­go tor­pe y tosco frente a la ag­ili­dad y la ha­bil­idad de Aquiles. Du­rante la ausen­cia e in­ac­tivi­dad de este, ocupó su sitio y salvó las naves gr­ie­gas del ataque de Héc­tor, batién­dose luego en un cam­po cer­ra­do con el héroe troy­ano. Muer­to Aquiles, luchó con Ulis­es por la pos­esión de las ar­mas del héroe di­fun­to. Aga­menón se las otorgó a Ulis­es. El­lo le provocó tal do­lor que, per­di­da la razón, se sui­cidó. Su figu­ra in­spiró a Home­ro, Só­fo­cles, Al­fieri y Fós­co­lo.

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